La mentira oficial sobre la muerte de Gonzalo de Borbón, tío de Juan Carlos I

    La versión oficial del accidente ocultó un hecho trascendental que, años después, revelaría el biógrafo y amigo íntimo del rey, Ramón de Franch: el coche siniestrado no lo conducía Beatriz sino Gonzalo.

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    Alfonso XIII junto a sus hijos.

    Nada menos que tres tíos carnales del rey Juan Carlos I, todos ellos hijos de Alfonso XIII y Victoria Eugenia de Battenberg, murieron de forma trágica: Alfonso, príncipe de Asturias, desangrado tras un leve accidente de automóvil en Miami, Estados Unidos, en 1938; el infante don Jaime, de un botellazo en la cabeza que le propinó su segunda esposa, la prusiana Carlota Tiedemann, durante una fuerte discusión mantenida en 1975; y el también infante don Gonzalo, de quien ahora nos vamos a ocupar.

    El 14 de agosto de 1934, mientras desayunaba en un hotel londinense del West End, Alfonso de Borbón y Battenberg leyó estremecido este titular del Daily Mail: “Tragedia de un hijo del rey Alfonso XIII de España”. El rotativo añadía en un subtítulo: “Sufre un accidente en el coche que conducía su hermana”.

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    Alfonso de Borbón, primogénito del monarca, se resistió a dar crédito a lo que leía, pero el desenlace de la crónica le hizo arrojar al fin la toalla, entre lágrimas: “Muere desangrado”.

    Alfonso XIII

    La víctima era su hermano pequeño Gonzalo, hemofílico como él, nacido el 24 de octubre de 1914, que aquel verano pasaba unas semanas de vacaciones con su padre en casa del barón Born, en la ribera norte del lago Worther, en la localidad austríaca de Pörtschach.

    Alfonso XIII se había distanciado ya de su esposa la reina Victoria Eugenia, que veraneaba entonces en Francia, en Divonne-les-Bains, cerca de Ginebra, acompañada de su hijo Jaime. Con el monarca exiliado permanecían aquel verano Gonzalo, Beatriz y María Cristina; Juan, enrolado en la Royal Navy, permanecía a bordo del crucero británico Enterprise.

    El lunes 13 de agosto, Alfonso XIII ofreció una gran cena de gala en el hotel Werzer. Por la tarde, sobre las tres, había asistido a un torneo de tenis en compañía de Gonzalo, Beatriz y el conde Khevenhüller, que residía en Austria. A media tarde, esperaban a la infanta María Cristina.

    El rey confiaba en la sensatez de su hija mayor al volante

    Gonzalo y Beatriz estaban invitados en el hotel del Golf de Dellach y pidieron permiso a su padre para ir allí, prometiéndole que regresarían a las siete, para la cena. Alfonso XIII accedió, prestándoles su espléndido Horch negro de seis cilindros, descapotable. El rey confiaba en la sensatez de su hija mayor al volante. Pero aun así, al verla partir con su benjamín, no pudo evitar gritar a los dos su consejo de padre: “¡Tened cuidado! ¡No corráis!…”.

    Gonzalo de Borbón, tío del Rey Juan Carlos
    Gonzalo de Borbón, tío del Rey Juan Carlos

    El automóvil se alejó por la carretera, en dirección a Klagenfurt.

    Alfonso XIII, María Cristina y sus amigos charlaron un rato y fueron luego a dar un paseo, antes de regresar a Villa Born, alrededor de las cinco de la tarde, para cambiarse de ropa con motivo de la cena.

    Sobre las seis, llegaron al hotel Werzer, donde tomaron unas copas con el barón Born en espera de Beatriz y Gonzalo. A las siete, Alfonso XIII empezó a impacientarse; se levantó de la mesa y paseó por el salón, mientras consultaba el reloj. Al cabo de media hora, no pudo resistir más y pidió al conde Khevenhüller y a su hija María Cristina que le acompañasen en busca de los infantes; al volante de su coche, el rey no dejaba de escudriñar, muy alterado, la carretera hacia Krumpendorf. Al virar a la derecha, poco antes de llegar allí, divisó el Horch descapotable a la izquierda de la calzada: la rueda delantera derecha del coche estaba montada sobre la acera y el guardabarros del mismo lado aparecía abollado. De pie, junto al vehículo, estaba Beatriz, acompañada de un gendarme. Gonzalo se hallaba en el interior del coche, en el asiento del copiloto.

    Alfonso XIII se apeó del automóvil y corrió como una centella al encuentro de sus hijos. Al ver a Gonzalo, le preguntó cómo estaba. El muchacho, pese a su notoria palidez, logró tranquilizarle: “Ha sido un pequeño golpe, estoy bien, papá”, le aseguró.

    Más sereno, el monarca se dispuso a escuchar el relato de lo sucedido: sus hijos regresaban a casa cuando, de repente, Beatriz se vio obligada a dar un volantazo para esquivar a un ciclista, que resultó ser el barón Von Neinmann; el vehículo se estrelló contra la fachada del castillo de Krumpendorf; en apariencia, ninguno de los dos hermanos resultó herido.

    Alfonso XIII pidió entonces al gendarme que corriese un tupido velo sobre el asunto. Comprobaron, además, que el Horch funcionaba perfectamente, de modo que regresaron todos a Pörtschach en los dos automóviles.

    A su llegada allí, Beatriz y Gonzalo se fueron a cambiar de ropa como si tal cosa, mientras su padre partía directamente al hotel Werzer para tranquilizar a sus invitados con estas palabras: “Gonzalo viene enseguida; un poco pálido, pero sano y salvo”.

    Al filo de las ocho, Beatriz llegó completamente sola. “El susto –alegó la infanta- le ha provocado a Gonzalo un dolor de cabeza y os pide que le disculpéis; sólo quiere descansar un rato”.

    La cena duró muy poco, pues antes de las nueve Alfonso XIII cruzaba ya el umbral de Villa Born para ver a su hijo. Gonzalo yacía en la cama de su habitación, en el último piso de la casa, tapado con una colcha.

    El muchacho siguió restando importancia al accidente; aseguró que sólo le dolía la cabeza. Pero su padre insistió en avisar al médico.

    “No –replicó el infante. No quiero a ningún médico; seguro que se me pasará enseguida…”.

    Todos imploraron al Cielo el pronto restablecimiento de don Gonzalo. Nadie osó pronunciar la palabra maldita, latente en el ánimo de todos

    Durante la tensa espera, todos imploraron al Cielo el pronto restablecimiento de don Gonzalo. Nadie osó pronunciar la palabra maldita, latente en el ánimo de todos. Era como si temieran que, con sólo nombrarla, sobreviniese el maleficio. Permanecieron así en silencio más de una hora, en espera del milagro. Pero, pasadas las diez de la noche, Beatriz decidió romper el hielo:

    -¿Estás mejor? –preguntó a su hermano.

    Gonzalo sonrío y dijo con un hilillo de voz apenas perceptible:

    -Creo que sí…

    Pero sus labios, cada vez más descoloridos, indicaban lo contrario.

    Poco antes de las once, el muchacho se incorporó de repente del lecho, profiriendo un grito de dolor que sobresaltó a los que estaban junto a su cama.

    Alfonso XIII cogió una lámpara de la mesilla de noche para iluminar el rostro de su hijo; comprobó que estaba tan blanco como las hojas que utilizaba para escribir sus cartas. Sin pérdida de tiempo, reclamó la presencia de un médico. El conde Khevenhüller, que acompañaba entonces al monarca y a su hija Beatriz, localizó al doctor Michaelis. Cuando fue a comunicar al rey que el médico se dirigía ya hacia allí, halló a don Alfonso y a la infanta inclinados sobre Gonzalo, que estaba inconsciente.

    Poco después, llegó el doctor. Gonzalo respiraba con dificultad. Tras auscultarle, Michaelis temió lo peor: “Parece una hemorragia interna”, dijo.

    Alfonso XIII escuchó el diagnóstico como si fuera su propia sentencia de muerte

    Alfonso XIII escuchó el diagnóstico como si fuera su propia sentencia de muerte. Su numantina resistencia para impedir que en las cortes europeas se supiese la verdad se vino entonces abajo. Vencido y desarmado, Alfonso XIII pronunció al fin la cruel condena: “Mi hijo Gonzalo, doctor, es hemofílico”.

    Michaelis soltó el estetoscopio como si fuese una serpiente de cascabel. “¡Dios mío! ¿Cómo no me lo han dicho antes? ¿Por qué no han llevado a su hijo al hospital?”, inquirió, alarmado.

    Acto seguido, preguntó: “¿Dónde ha sido el golpe?”. Beatriz señaló el pecho y el estómago de su hermano. Tras palparle, el médico apreció una gran tumefacción en el bazo. Luego, se inclinó un poco más sobre el enfermo para oprimirle debajo de las costillas. “Está sangrando por dentro”, afirmó.

    Alfonso XIII perdió los nervios, reclamando a gritos una transfusión urgente para su hijo, que se apagaba como una vela

    Alfonso XIII perdió entonces los nervios, reclamando a gritos una transfusión urgente para su hijo, que se apagaba como una vela. Pero ya era tarde. “La hemorragia es demasiado abundante… De nada servirían las transfusiones. Tampoco estamos ya a tiempo de operarle”, concluyó Michaelis.

    El doctor halló sólo un consuelo: “Camino del cementerio, a la izquierda, vive el sacerdote. Pero tendrá que darse prisa. Lo lamento de veras”, dijo.

    Eran casi las doce de la noche cuando el conde Khevenhüller llamó a la puerta de la casa del párroco; apenas veinte minutos después, cuando llegaron a Villa Born, Gonzalo ya había muerto.

    El miércoles 15 de agosto, el diario barcelonés La Vanguardia se hizo eco de la trágica noticia con numerosos testimonios gráficos de la vida del desgraciado infante, acompañados de un breve texto en el que daba así la versión oficial de los hechos:

    “El ex infante don Gonzalo de Borbón [así era considerado en España, donde existía una República desde hacía tres años], sexto hijo de los que fueron reyes de España, ha fallecido, víctima de un accidente de automóvil, en Krumpendorf, Austria. El coche iba conducido por su hermana la ex infanta doña Beatriz, y el accidente fue debido a una falsa maniobra, hecha para evitar el atropello de un ciclista. Don Gonzalo contaba veinte años en la actualidad [en realidad tenía aún diecinueve]”.

    Pero la versión oficial del accidente ocultó un hecho trascendental que, años después, revelaría el biógrafo y amigo íntimo del rey, Ramón de Franch: el coche siniestrado no lo conducía Beatriz sino Gonzalo, a quien, en un claro acto de imprudencia, había cedido aquélla el volante.

    Era fácil entender así cómo Beatriz se había desmoronado al sentirse culpable de la muerte de su hermano pequeño. Sobre todo si, como aseguraba Ramón de Franch, ella había accedido a que su hermano condujese aun siendo menor de edad. Mientras permanecía velándole de rodillas, durante horas enteras, al pie de su cama, Beatriz prometió incluso a la Virgen que ingresaría en un convento si le salvaba. Pero no hizo falta…

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    Con cerca de treinta libros, José María Zavala, periodista y escritor de larga trayectoria, ha investigado sobre la Guerra Civil, los Borbones, Isabel la Católica y el fundador de la Falange, con el bestseller 'Las últimas horas de José Antonio'. También ha publicado un libro revelador sobre el Padre Pío de Pietrelcina, el santo de los estigmas. Actualmente colabora en 'La Razón', tiene un blog en Religión en Libertad y participa en el programa Cuarto Milenio (Cuatro) con Iker Jiménez.