La secta del “Ante todo soy mujer”

    ¿Quién teme más a la igualdad? ¿Ellos, por ver peligrar su supremacía y su masculinidad? ¿O ellas, por verse obligadas a salir de casa a demostrar esa igualdad todos los días. La autora da un repaso al feminismo y sus contradicciones a cuenta de unos comentarios sobre el libro que ha escrito junto con Alejandra Ruiz-Hermosilla: 'La vicepresidenta'

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    Soraya Sáenz de Santamaría y Gloria Steinem
    Soraya Sáenz de Santamaría y Gloria Steinem

    Humeaba Twitter el martes con la psicopatía política española en pleno paroxismo. Coleaba todavía el debate sobre cuántas bromas pueden hacerse legalmente sobre los asesinados por ETA ―”¡Tenemos derecho a descojonarnos de las víctimas!”, clamaban los sicópatas patrios― cuando un nuevo tema empezó a abrirse camino en las redes.

    En el recién publicado libro La vicepresidenta (La Esfera, junio 2017) que hemos escrito Alejandra Ruiz-Hermosilla y servidora al alimón se citan unas declaraciones exclusivas del exministro de Sanidad Alfonso Alonso que ―tras sacarlas a colación en su cuenta de Twitter la periodista Ángeles Caballero― han merecido sendos artículos en Público y en El Plural.

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    La frase de Alfonso Alonso que ha logrado enervar a las huestes supuestamente feministas es “Soraya no va de mujer en su trabajo”. Una pensaba ingenuamente que la frase polémica del libro La vicepresidenta es la de Juan Luis Cebrián [“Muchísimas mujeres no entienden que hay prostitutas porque quieren ser prostitutas, no porque las agarre un chulo o las esclavice una mafia”], pero me equivoqué como la paloma de Alberti.

    Sáenz de Santamaría  no se considera acreedora de ningún trato especial por el hecho de ser mujer, como parecen exigir para sí mismas las indignadas “feministas”

    Parece meridiano para el intelecto medio que Alfonso Alonso alude al hecho de que Sáenz de Santamaría no capitaliza el hecho de haber nacido mujer, como han hecho los hombres desde los comienzos de la civilización.

    Es decir, que no se considera acreedora de ningún trato especial por el hecho de ser mujer, como parecen exigir para sí mismas las indignadas “feministas” capitaneadas por Ana Pardo de Vera (Directora de Público) y Ángeles Caballero (periodista de Contexto).

    No en vano el feminismo ha evolucionado tanto que está ya en la llamada Cuarta Ola, con posfeministas de la talla de la francesa Élisabeth Badinter asegurando que “La mujer no arreglará lo que ha hecho mal el hombre”. Buena parte del desprestigio del feminismo se debe a la postura ―o impostura― de la reivindicación total de derechos por el hecho natural de haber nacido mujer.

    Cuando Ana Pardo de Vera pregunta en Twitter si Alfonso Alonso también sería capaz de decir “Rajoy no va de hombre en su trabajo”, la contrapregunta es: ¿Se permitiría a los hombres del mundo definirse en sus blogs y cuentas de redes con un rotundo “Ante todo soy hombre”, como hacen miles de millones de mujeres occidentales al proclamar ese “Ante todo soy mujer” a modo de bula autoconcedida o licencia universal?

    La actitud respecto a la mujer es un marcador primordial del nivel de modernidad de un individuo o país. Entre los acronismos que paralizan a los países árabes predomina el retraso medieval de sus mujeres como seres proscritos en una sociedad ultramasculina. Occidente tiene tarea pendiente para alcanzar una plena igualdad, tanto en España como en las democracias veteranas.

    Durante el franquismo –hasta 1975– las españolas tenían que pedir autorización al padre o el marido para solicitar un pasaporte o abrir una cuenta bancaria, pero hoy figuran en todos los sectores laborales del país, aunque en puestos mayoritariamente secundarios. En Suecia y Dinamarca, la práctica totalidad de las mujeres tiene un empleo asalariado, lo que redunda directamente sobre el PIB.

    Basta recordar que en los albores del siglo XX, cuando nació el psicoanálisis, abundaban los científicos y doctores que dudaban de que la mujer tuviera alma

    Cuando el político neocomunista Íñigo Errejón define a las mujeres españolas como un colectivo ―es decir, un grupo social discriminado que lucha por obtener derechos plenos― no le falta razón. Las mujeres somos más de la mitad de la población de un mundo hecho a imagen y semejanza de los hombres.

    El relato histórico, literario y artístico de la Humanidad es unívocamente masculino. Basta recordar que en los albores del siglo XX, cuando nació el psicoanálisis, abundaban los científicos y doctores que dudaban de que la mujer tuviera alma. Recién descubierto el inconsciente, Freud se lanzó a estudiar la huidiza psique femenina, decretando que las mujeres que acudían a su consulta con dolencias físicas estaban histéricas. Este paternalismo masculino subconsciente se conserva hoy, un siglo después, con toda su carga despectiva.

    Los países pioneros en feminismo, como Reino Unido, Estados Unidos y los países nórdicos, están ya en la Cuarta Ola de un posfeminismo autocrítico en todas sus variantes académicas y activistas.

    Las pioneras de los años setenta, como Betty Friedan y Germaine Greer, dieron paso a un elenco de versiones del feminismo (separatista, marxista, liberal, conservador, filosófico, cristiano, ecofeminismo, anarcofeminismo, ciberfeminismo e incluso islámico) que han acabado por desintegrar el feminismo clásico propiamente dicho.

    Las posfeministas suelen aplicarse dosis sanas de autocrítica, incluyendo una ironía nada banal. Cuando Gloria Steinem lamenta que “Algunas de nosotras nos estamos convirtiendo en los hombres con quienes nos hubiéramos querido casar”, de hecho pone en solfa la trayectoria de la mujer occidental. Todas las mujeres del mundo somos, lo intuyamos o no, lo oficialicemos o no, feministas. Pero ¿quién teme más a la igualdad? ¿Ellos, por ver peligrar su supremacía y su masculinidad? ¿O ellas, por verse obligadas a salir de casa a demostrar esa igualdad todos los días? No parece que la pregunta tenga respuesta para la secta del “Ante todo soy mujer”. Porque lo que están diciendo es que con eso basta.

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    Periodista, escritora y traductora de inglés de literatura, ensayo y cine. Pasó su infancia entre París y Washington DC. Licenciada en Filología Inglesa, trabajó durante una década el sector cultural, en empresas como Microsoft Encarta y Warner Music. Tiene tres novelas publicadas. Ha traducido al español a clásicos como Dickens, Kipling, Wilde, Poe y Twain. Colabora desde hace décadas en prensa española y latinoamericana. Tras una década colaborando en revistas femeninas como Vogue, Gala y Telva, se inició como columnista en La Razón, labor que continuó en La Gaceta.