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Letizia, Trudeau, Iglesias, retrato del mandatario adolescente

La reina Letizia, Justin Trudeau, primer ministro canadiense y Pablo Iglesias, líder de Podemos.

La reina Letizia, Justin Trudeau, primer ministro canadiense y Pablo Iglesias, líder de Podemos.

Qué dirían Churchill, Adenauer, Cánovas o Sagasta si viesen las ocurrencias de Pablo Iglesias, el de los azotes a periodistas hasta sangrar; Pedro Sánchez, el de los funerales de Estado para las víctimas de Género; o a Justin Trudeau, el que quiere cambiar “humanidad” por “genticidad”.

Pensarían que se han equivocado de puerta: el frenopático en lugar del hemiciclo. O que éste ha sido tomado por una cuadrilla de quinceañeros con la cabeza a pájaros.

Y qué dirían Fabiola de Bélgica; Victoria de Inglaterra; o Zita de Borbón-Parma, esposa de Carlos, último emperador de Austria-Hungría; al ver el contraste entre la profesionalidad y el saber estar de la reina Sofía y el caprichismo impertinente de Letizia en la catedral de Palma.

No entenderían que la irresponsabilidad teenager se hubiera instalado en la política o en la realeza.

¿Qué ha pasado para que el sentido del deber propio de los adultos haya sustituido por el narcisismo propio de la edad del pavo?

Para entenderlo tendrían que haber leído El guardián entre el centeno (1951) la famosa novela de J.D. Salinger, sobre un zangolotino (Holden Caulfield) y el más fiel retrato de la suspicacia enfermiza del quinceañero del siglo XX.

J.D. Salinger contribuyó a demoler el mundo maduro que hemos conocido desde que los espartanos se hacían hombres de golpe y porrazo (a veces literalmente) con sus ritos de iniciación hasta que en mayo del 68 Peter Pan tomó el Palacio de Invierno.

Durante siglos, la adolescencia era considerada un sarampión, por el que no había más remedio que pasar, antes de arribar a las playas de la sensatez. Nadie se detenía más de un minuto en ese estadio, lleno de autocomplacencia, granos y gallos.

La vida estaba configurada de tal forma que el mozo se hacía hombre en un pispás y rápidamente adquiría responsabilidades, se casaba y formaba un hogar, y dejaba atrás los melindres y el narcisismo.

Tras la revolución juvenil del XX se invierten las tornas, el adolescente se convierte en el rey, el mercado y la publicidad le ríen las gracias, y la edad adulta pasa a estar demonizada

Aunque no lo crean, hasta hace sólo unas décadas la adolescencia tenía mala prensa y la juventud estaba mal vista. Se ve perfecto en una vieja película de boxeadores, Marcado por el odio (con Paul Newman) donde alguien dice: «El chico promete» y un camarero replica: «Habría que demandar a la juventud por promesas incumplidas». No te dejaban pasar ni una y el que no espabilaba quedaba fuera de juego.

Tras la revolución juvenil de la segunda mitad del siglo XX se invierten las tornas. Por primera vez en la Historia, el adolescente se convierte en el rey, el mercado y la publicidad comienzan a reírle las gracias, y la edad adulta pasa a estar demonizada.

Entregar el mando a Peter Pan (en algún caso literalmente como pasó con Zapatero, otro adolescente de libro) equivale a abolir los valores de la madurez (sentido de la responsabilidad, renuncia y aguante) y a imponer los de la edad del pavo (fantasía y juego). La realidad, sin duda cruda y pesada, pero esto es lo que hay, es paulatinamente sustituida por el simulacro (placentero pero más falso que Judas).

Y por eso los mandatarios adolescentes no saben estar, no aguantan el peso del deber… o de la púrpura. El caso de Letizia y el desplante a la Reina en Palma no es cuestión de plebeyez (que también).

Ahí tenemos a otra hija del pueblo como Grace Kelly que se comportó siempre con clase y distinción, como si hubiera nacido para ser princesa. Miss Kelly supo estar en su sitio, aferrada al sentido del deber; Letizia no aguanta ni dos telediarios. Y llevar corona es aguantar, y con una sonrisa. Que se lo digan a doña Sofía, o a Zita de Borbón, toda una señora que merecía una novela de Stefan Zweig.

Vivir es sufrir. Y no tiene sentido pasarse la existencia haciendo novillos.

El profesor Jordan Peterson -el outsider que se atreve a decir que su compatriota Trudeau es el rey desnudo- lo deja muy claro cuando habla del síndrome de Peter Pan que señorea Occidente.  Explica que la voz Pan (“todo” en griego) significa que el niño lo quiere todo, es puro capricho, sin límite alguno, y precisamente se niega a crecer porque la madurez impone límites y sufrimiento. Al habitante de Nunca Jamás le horroriza el matrimonio y las cargas que conlleva, y prefiere la irreal hada Campanilla antes que la real Wendy. Juego, donjuanismo sin compromiso, sexo virtual… antes que atarse de por vida a un hogar y unos hijos y a unas facturas.

Consecuencia: Occidente anda como un quinceañero, sin saber ni cómo se llama, dedicado al ripio y a la lírica, con problemas de autoestima, incomprendido e incomprensible, explorando su propio cuerpo y abrillantando el ombligo con esmero, ajeno por completo a la cruda realidad.

Gobernantes como Zapatero o Trudeau no nacen por generación espontánea, son fruto de una mentalidad

El Continente Viejo haciendo el ridículo con ropas de teenager. Gobernantes como Zapatero o Trudeau no nacen por generación espontánea, son fruto de una mentalidad, del zeitgeist o clima cultural de esta época, que pretende sustituir el dolor por el carpe diem y el coraje por el avestrucismo.

Y los occidentales empeñados en estirar la adolescencia por abajo (las niñas de 9 ya ligan y se calzan plataformas) y por arriba: prolongan hasta la edad de jubilación (¡67 años!) ese estado de Ir-a-mi-bola-y-a-los-demás-que-les-den. Por eso no salen de casa del papá, por eso tienen todos los gastos pagados, por eso no conocen el riesgo, por eso son mimados por los profes y cubiertos por el Ministerio de Propaganda.

Por eso cada vez hay menos hombres-hombres y menos mujeres-mujeres y más plástico. Y aquí nadie se compromete, ni zarpa de indiano a conquistar el mundo, ni toma esposa hasta tener piso, coche, oposición y experiencia probada en la cama. Y todos se escaquean del sacrificio o se refugian en el sexo, para protegerse del amor.

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