Los que ya tenemos cierta edad nos sentimos retrotraídos por la ola de histeria y lágrimas progres a aquel noviembre de 1980. También entonces se nos dijo que EE.UU. se había vuelto loco, que los rednecks de la América profunda -que “no saben situar España en el mapa”- habían entregado el maletín nuclear a un ultraderechista sediento de sangre, un analfabeto actor de serie B que iba a convertir el mapamundi en el OK Corral. Sin embargo, Ronald Reagan se convirtió en el más grande presidente desde la Segunda Guerra Mundial, según reconocen hoy, con más perspectiva, incluso muchos de los que entonces lo denostaron.
Desgraciadamente, Donald Trump no es el Gipper. El verdadero Reagan –lector de Hayek y hombre de pensamiento- no tenía nada que ver con el cowboy ignorante de la caricatura progre. Todo indica que Trump sí se parece a su propio espantajo atrabiliario y faltón: más aún, ha construido su éxito precisamente sobre la explotación de su personaje tremendista. Un liberal-conservador consecuente hubiera preferido a cualquiera de los otros candidatos republicanos –especialmente, Marco Rubio o Ted Cruz- antes que a él. La irrupción del ególatra del tupé nos ha privado posiblemente de un gran presidente conservative, verdaderamente creyente en la libre empresa, los valores familiares y el derecho a la vida.
Pero no nos queda otra que intentar ver la botella medio llena. Y hay en el fondo unas gotas de licor con las que consolarse. Se ha evitado la victoria de Hillary Clinton: la prolongación del obamato (posiblemente eterna, pues la constante inmigración y la alteración del paisaje demográfico terminarían haciendo virtualmente imposible una victoria republicana), la definitiva europeización de EE.UU., la multiplicación del gasto público, las subidas de impuestos, la apoteosis del abortismo, de la ideología de género y de la affirmative action (discriminación positiva favorable a todo el que no sea varón blanco heterosexual).
Podemos aferrarnos a la esperanza de que, satisfecha su vanidad con la poltrona presidencial, se deje ahora asesorar por buenas cabezas republicanas
En realidad, en el programa de Trump hay muchos aspectos que ponen los dientes largos. En lo social, ha prometido cortar la financiación de la caníbal Planned Parenthood y luchar por la incorporación de jueces conservadores al Tribunal Supremo, de forma que Roe vs. Wade (la sentencia que obligó en 1973 a legalizar el aborto en todo EE.UU.) pueda eventualmente ser revertida. Pero Trump –además de ser escasamente ejemplar en su historial familiar y su relación con las mujeres- es un recién llegado al campo pro-vida: ¿no será todo una pose para ganarse al electorado conservador? En lo económico, Trump ha prometido rebajas fiscales muy sustanciales (por ejemplo, el Impuesto de Sociedades bajaría desde el 35% al 15%) y medidas desregulatorias. Desgraciadamente, su programa incluye también incrementos del gasto público: gasto militar, enorme programa de infraestructuras, etc. Y también rearme arancelario y denuncia de los tratados de libre comercio.
Conservadurismo de última hora (¿impostado?), liberalismo contradictorio (bien por las rebajas fiscales; mal por las promesas de más gasto público y la retracción proteccionista). Pero podemos aferrarnos a la esperanza de que, satisfecha su vanidad con la poltrona presidencial, se deje ahora asesorar por buenas cabezas republicanas, que desarrollen los aspectos positivos de su programa y dejen en barbecho los negativos. Por soñar, que no quede. Los pro-vida y pro-familia tendrán que intentar pescar en Trump revuelto.
En realidad, Trump ha sido elegido fundamentalmente por su promesa de contener la inmigración y detener la hispanización de EE.UU. Está por ver si eso es posible. En todo caso –y si lo sumamos a otros tsunamis recientes como el Brexit- parece confirmarse el diagnóstico de, entre otros, Chantal Delsol: el eje clásico derecha vs. izquierda tiende a ser desplazado por una nueva polaridad globalización vs. nacionalismo. Mucha atención a lo que pueda conseguir Marine Le Pen el año próximo en Francia.
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