¿Por qué los supremacistas blancos de EEUU dicen ser los nuevos negros?

    La política basada en la identidad que ha caracterizado a la izquierda norteamericana en los últimos años ha creado el clima en el que el supremacismo blanco puede desarrollarse.

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    Manifestantes supremacistas blancos en Charlottesville
    Manifestantes supremacistas blancos en Charlottesville

    Este verano el nombre de una pequeña ciudad de Virginia, Charlottesville, con algo menos de 40.000 habitantes, se convirtió en primera plana de las noticias y fue el epicentro de intensas polémicas.

    Y en esta ocasión el motivo no fue Monticello, la residencia del tercer presidente de los Estados Unidos, Thomas Jefferson, en las afueras de Charlottesville y lo más reseñable de la ciudad.

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    Esta vez lo que concentró la atención fue una marcha de antorchas en la que se mezclaban elementos de la Alt Right con grupos abiertamente neonazis, gritando consignas abyectas, que se enfrentó a otra marcha “Antifa” que, a su vez, vociferaba también unos eslóganes francamente reprobables.

    Un coche, conducido por una persona envenenada por el odio, arremetió contra los segundos, provocando la muerte de una manifestante. La condena de los trágicos hechos por parte de Trump, tardía y acusando a ambos bandos de haber creado un clima de violencia, levantó una polvareda de críticas que alcanzó una enorme intensidad, lo propio de un tema tan delicado como el que estaba en el trasfondo del asunto: la revivida cuestión racial.

    La idea de que la vida, la sociedad, sus conflictos, pudieran explicarse en términos estrictamente raciales o identitarios estaba completamente desprestigiada

    No es la primera vez que ocurre en Estados Unidos unos incidentes de este tipo, incluso en la historia más o menos reciente de aquel país, pero hay algo que los hacen diferentes y que demuestran la seria incapacidad de la intelectualidad progre para llegar hasta las últimas conclusiones de sus planteamientos.

    Tal y como ha señalado el editor de First Things, R. R. Reno, cuando tuvieron lugar marchas racistas como las de Skokie, Illinois, a finales de los años 70, la idea de que la vida, la sociedad, sus conflictos, pudieran explicarse en términos estrictamente raciales o identitarios estaba completamente desprestigiada. Era algo propio de grupos marginales y excéntricos, descartado por cualquiera mínimamente serio como una pretensión simplista y sin fundamento. No ocurre así hoy en día.

    De hecho, la idea común en Estados Unidos, ampliamente hegemónica en los campus universitarios y que permea toda la cultura popular, es que la raza es la clave para comprender cualquier cuestión social.

    El antiguo marxismo, que todo lo interpretaba bajo el prisma de la lucha de clases, tuvo que reinventarse ante el evidente descrédito de sus teorías. Fue entonces cuando encontró su tabla de salvación en lo que en Estados Unidos se ha dado en llamar políticas basadas en la identidad: la raza y el sexo lo explican todo.

    Si a esa visión que todo lo reduce a la lucha entre razas y entre sexos, se le añade la victimización de los supuestamente oprimidos, tenemos la cultura de hoy en día

    Nuestra sociedad es una batalla entre razas, unas opresoras (básicamente los blancos, siempre culpables), las otras oprimidas (el resto); una batalla entre sexos, los varones opresores contra las mujeres y toda la retahíla de “géneros” que han ido inventando, víctimas por definición del “heteropatriarcado”.

    Si a esa visión que todo lo reduce a la lucha entre razas y entre sexos, se le añade la victimización de los supuestamente oprimidos, tenemos bien definida la visión dominante en la cultura estadounidense hoy en día.

    No estamos ante una mera cuestión teórica, sino que este planteamiento tiene consecuencias muy concretas, como la llamada “discriminación positiva”. En mi libro “La historia de los Estados Unidos como jamás te la habían contado” recogía un trágico y famoso caso que muestra la profunda injusticia de esa práctica, el caso Bakke (Regents of the University of California v. Bakke).

    Allan Bakke era un estudiante blanco que intentó entrar en la facultad de Medicina de la Universidad de California, pero no lo consiguió ni en 1973 ni en 1974, a pesar de tener calificaciones muy superiores a las de otros alumnos que sí fueron aceptados. La causa: los programas que reservaban cuotas para minorías raciales.

    Cuando acudió a los tribunales, el juzgado de primera instancia le dio la razón a Bakke, y también lo hizo el Tribunal Supremo de California, pero la Universidad apeló al Tribunal Supremo. La sentencia final fue un ejemplo de ambigüedad jurídica: por un lado se condenaban las políticas de selección de la Universidad de California por ser racialmente discriminatorias, por otro lado se establecía que no era legítimo establecer la raza como uno de los factores para admitir a un alumno, siempre y cuando ésta no fuera el único factor.

    De este modo, se le daba la razón a Bakke… pero se legitimaban las políticas de discriminación positiva, más o menos maquilladas. La historia tiene un final trágico: Patrick Chavis fue el alumno negro admitido en la Universidad de California que se graduó en medicina en vez de Bakke. Tras abrir una consulta en obstetricia-ginecología en Crompton, un gueto negro en California, vio cómo el Colegio de médicos le retiraba su licencia médica debido a su “incapacidad para llevar a cabo algunas de las obligaciones básicas exigibles a un médico” después de que una paciente de Chavis a la que practicó una liposucción, Tammaria Cotton, se desangrara y sufriera un ataque al corazón que le causaría la muerte.

    Los manifestantes racistas blancos de Charlottesville asumían el discurso hegemónico de que todo se explica por la lucha entre razas

    Pero más allá de los problemas concretos provocados por primar la raza sobre otros criterios, que no son infrecuentes, la idea, lo decíamos antes, ha calado. Y lo ha hecho tanto que ha revitalizado el supremacismo racial blanco, una paradoja digna de ser pensada. Porque los manifestantes racistas blancos de Charlottesville asumían el discurso hegemónico de que todo se explica por la lucha entre razas, sólo que cambiaban el juicio de valor final: son los blancos los oprimidos y por tanto está justificada la violencia para contrarrestar esta profunda injusticia.

    Porque el discurso racista blanco es una copia, la imagen en el espejo, del discurso comúnmente aceptado de la lucha entre razas, eso sí, cambiando blanco por negro. Cuando Ta-Nehisi Coates dice que Estados Unidos es una “nación blanca” contra la que hay que luchar, Richard Spencer le toma la palabra y afirma que sí, que es una “nación blanca” que hay que defender.

    El grave problema que afrontan ahora los Estados Unidos es que han creado el entorno cultural en el que una apelación a la raza como eje de la política es algo percibido como aceptable. La política basada en la identidad que ha caracterizado a la izquierda norteamericana en los últimos años ha creado el clima en el que el supremacismo blanco puede desarrollarse. Y es que cuando se lanzan cosmovisiones falsas hay que tener cuidado con que no se vuelvan contra ti.

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