Estados Unidos conmemora estos días el 50 aniversario de un hombre imprescindible: Martin Luther King. Su asesinato, en aras de una violencia que siempre había combatido, no consiguió en cambio matar su enorme legado, que empezó a forjarse a mediados de los años 50.
Así, en 1955, cuatro animales blancos apaleaban hasta la muerte a un adolescente negro, Emmett Till. Los asesinos fueron detenidos al día siguiente, pero como si nada: apenas un mes después, un jurado compuesto íntegramente por blancos tardaba 67 minutos en declararles inocentes. Por unanimidad.
Sin embargo, el caso conmocionó al país. Por expreso deseo de su madre, el féretro de Emmett Hill permaneció abierto durante el velatorio, para que todo el mundo pudiera ver los efectos de la terrible paliza que había sufrido. Muy pronto aquellas imágenes recorrieron Estados Unidos, y fueron el germen de un ideal que empezaría a resquebrajar los cimientos del racismo institucional. Ese mismo año, Rosa Parks, una secretaria negra que volvía a casa en autobús se negó a ceder su asiento a un hombre blanco; lo pagó con la cárcel.
Dos años después, cuatro jóvenes en Greensboro -North Carolina- hicieron algo similar en el área reservada para blancos de la cafetería de los almacenes Woolworth. La gente comenzaba a moverse, pero no sólo los blancos; gente de todas las razas tomaba conciencia de que había algo por lo que realmente merecía la pena luchar. Había nacido el Movimiento por los Derechos Civiles. Y al frente del mismo, Martin Luther King.
Martin Luther King: «Hoy tengo un sueño. Sueño que un día, en las rojas colinas de Georgia, los hijos de los antiguos esclavos y los hijos de los antiguos dueños de esclavos, se puedan sentar juntos a la mesa de la hermandad»
Aún estremece volver a oír el discurso de King en 1963 al pie del monumento a Washington, calificado como uno de los mejores de la historia. Fue un acto tan multitudinario como emotivo. Las palabras pronunciadas ese día traspasan fronteras. Y no pueden tener más vigencia: “Hoy tengo un sueño. Sueño que un día, en las rojas colinas de Georgia, los hijos de los antiguos esclavos y los hijos de los antiguos dueños de esclavos, se puedan sentar juntos a la mesa de la hermandad. Sueño que un día, incluso el estado de Misisipi, un estado que se sofoca con el calor de la injusticia y de la opresión, se convertirá en un oasis de libertad y justicia. Sueño que mis cuatro hijos vivirán un día en un país en el cual no serán juzgados por el color de su piel, sino por los rasgos de su personalidad. Sueño que un día, el estado de Alabama cuyo gobernador escupe frases de interposición entre las razas y anulación de los negros, se convierta en un sitio donde los niños y niñas negras, puedan unir sus manos con las de los niños y niñas blancas y caminar unidos, como hermanos y hermanas. Hoy tengo un sueño”.
Cuando Obama tomó posesión de su cargo en la Casa Blanca, sustituyó el busto de Churchill que había hecho instalar allí su antecesor -George Bush, para más señas- por uno de Martin Luther King. Y enmarcó el discurso pronunciado hace ahora 50 años. Hay sueños que no caducan, por más tiempo que pase. Merece la pena seguir teniéndolos, y luchar por ellos. Sin colores ni armas.
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