Veinte años después de Miguel Ángel Blanco, la izquierda reniega del espíritu de Ermua

    La izquierda española del siglo XXI ya no es capaz de subsistir en un entorno de entendimiento. Necesita fulminar lo que nos une, para pescar en el río revuelto de la confrontación.

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    Cartel de Miguel Ángel Blanco firmado por numerosas personas mostrando su solidaridad
    Cartel de Miguel Ángel Blanco firmado por numerosas personas mostrando su solidaridad

    Estamos sentados delante del café de media mañana que anima las horas de trabajo. Parece que el calor ha dado una tregua, y a pesar del sol que baña la mesa, un aire fresco hace agradable nuestra posición. La calle está más tranquila de lo habitual a estas horas.

    Las vacaciones han mermado el tráfico, y todo parece ir más despacio. A fin de cuentas, casi alcanzamos mediados de julio.

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    Las noticias de la última semana traen a mi memoria recuerdos de mi infancia, de unos días en los que, aunque no entendía demasiado lo que estaba pasando, percibía a mi alrededor una preocupación y una tristeza impropios de las vacaciones.

    Le pregunto a mi compañera por aquellos mismos días del mes de julio, pero del año 1997. Lo recuerda como si fuese ayer. “Era sábado. Estábamos en la playa. Llevábamos dos días pegados a los medios de comunicación, porque lo que estaba pasando no había ocurrido nunca. Todos hablaban de lo mismo, fueses donde fueses. De repente, aquellos altavoces de la costa, por los que se dan avisos a los bañistas, se encendieron, y un señor nos confirmó lo que todos empezábamos a imaginar: ‘Acaba de ser encontrado el cuerpo de Miguel Ángel Blanco, con dos tiros en la cabeza’. Después del primer revuelo, se hizo el silencio. Sólo se oía el mar, y a la gente llorar. Fue espantoso”.

    El vago recuerdo de cómo se vivió en mi casa se reaviva con sus palabras. Pero no quiero imaginar, sino saber. Y pregunto. “Aquel día fue como una losa. Estábamos hartos de que pasasen este tipo de cosas, de que ETA ganase, y oír las historias de tantos vascos que tenían que dejarlo todo y exiliarse de su propia tierra.

    Cuando secuestraron a ese chico, con esa cara inocente, casi de niño, no nos podíamos imaginar que fuesen capaces de hacer lo que decían. La gente empezó a moverse nada más secuestrarlo. Se hablaba en todos los rincones. Por fin, parecía que empezaba a tomarse partido contra esa gente.

    «El único consuelo de esos días era que, por fin, parecía que el resto del mundo empezaba a despertar»

    Veníamos de ver a Ortega Lara salir de un coche, que casi ni parecía una persona. Se respiraba un sentimiento de apoyo general a Miguel Ángel y a toda su familia, que hacía pensar que no se iban a atrever a matarlo.

    Se especulaba mucho, pero sobre todo, se esperaban noticias. Yo también estaba sentada frente a la televisión, pendiente de lo que se dijese, porque el plazo que habían dado se acababa. Al poco de llegar la hora, lo dijeron. No había muerto, pero casi. Nos quedamos en silencio. Cerré los ojos, y empecé a llorar.

    Rezaba, sin saber si pedirle al Señor un milagro, o que lo dejase descansar, porque por lo que dijeron, estaba muy mal. Recuerdo perfectamente a aquel periodista, alto, llorando a las puertas del hospital donde lo trasladaron. El único consuelo de esos días era que, por fin, parecía que el resto del mundo empezaba a despertar y a darse cuenta del drama que estábamos viviendo los españoles”.

    Los sentimientos y las reacciones se repiten en todos a los que les puedo preguntar sobre aquel 12 de julio de 1997. Rabia, impotencia e incomprensión, seguidas de unas lágrimas que no se podían contener, porque aquel chico al que asesinaban despiadadamente, arrodillándolo en un bosque, descerrajándole dos tiros cobardes en la cabeza, se convirtió, durante los largos días que duró ese inhumano crimen a cámara lenta, en uno más de cada familia española.

    Ahora entiendo mejor las imágenes que veo por internet. Entiendo sus miradas y lo que leo en sus rostros.

    «El pasamontañas tapaba los oídos de los etarras, incapacitados para escuchar el clamor unánime del pueblo español»

    Cobra para mí un sentido, mucho más allá del histórico, ver las escenas de los días 10 y 11 de julio de 1997, en Bilbao, donde una enorme multitud explotaba en un solo grito: “¡Libertad!”. La misma voz que llegaba de la vecina Pamplona, que bullía en plenos sanfermines, y que suspendía la corrida de la tarde mientras miles de personas vestían una reja con sus pañuelos rojos, coreando “Este pañuelo es de Miguel Ángel”.

    Parece que siento lo que aquel gentío que, en la madrileña Puerta del Sol, contaba las horas con el alma en vilo, sin dejar que se apagase el eco del nombre del joven concejal de Ermua. Comprendo la cara de los easonenses que atestaban las calles de San Sebastián, desgañitándose las gargantas con un valiente “HB asesina”.

    Pero el pasamontañas tapaba los oídos de los etarras, incapacitados para escuchar el clamor unánime del pueblo español.

    No había dado las cinco de la tarde de aquel 12 de julio, cuando atravesaron su cabeza con dos balas.

    Un medico explicaba su estado. Era crítico. España seguía esperando, impotente, con un nudo en la garganta. Había un dolor compartido. A todos les agonizaba alguien.

    Durante la madrugada del domingo 13 de julio de 1997, a los 29 años, Miguel Ángel Blanco moría en la Residencia Sanitaria de Nuestra Señora de Aránzazu.

    «España entera era un pañuelo blanco, alzado al cielo, pidiendo Paz, Unidad y Libertad. Era el ‘espíritu de Ermua'»

    De norte a sur, y de este a oeste, España volvía a salir a la calle, especialmente en el País Vasco. “¡ETA, escucha, aquí tienes mi lucha!”, “¡No tenemos balas, sólo miradas!”. Madrid se puso en pie, en una de las mayores manifestaciones de nuestra Historia reciente.

    Y Barcelona. Y Zaragoza. Y Sevilla. Hasta Buenos Aires llegó la voz sin fisuras de los españoles, que el propio San Juan Pablo II hizo suya. Frente a la sede de Herri Batasuna de San Sebastián, miles de personas, al tiempo que recriminaban las posiciones de ese partido, pedían a los ertzaintzas que descubriesen sus caras, que ellos mismo cubrieron sus rostros con abrazos. “¡España, España!”, repetían, mientras incluían entre los suyos a las fuerzas del orden regionales.

    Su funeral fue televisado, y el traslado al cementerio fue seguido por un cortejo infinito de dignidad y valentía. Los medios de Italia, Gran Bretaña o Francia abrieron con la respuesta de nuestro pueblo, y el Parlamento europeo, presidido por José María Gil-Robles, homenajeaba a Blanco.

    España entera era un pañuelo blanco, alzado al cielo, pidiendo Paz, Unidad y Libertad. Era el “espíritu de Ermua”.

    De aquel 12 de julio se cumplen hoy 20 años. Aunque parece que no nos separan dos décadas, sino dos siglos, de esos días que aglutinaron a una sociedad entera bajo tres palabras que no admiten debate: Paz, Unidad, Libertad.

    «Releo las declaraciones de los dirigentes del PSOE y de Podemos, y los motivos que esgrimen para dejar pasar este día como si fuese cualquier otro. Algo no me encaja»

    La pasada semana, el Partido Popular del Ayuntamiento de Bilbao proponía que se colocase un monolito en recuerdo de Miguel Ángel Blanco, a lo que el PNV y el PSOE se opusieron. Entre otros motivos, los socialistas –los mismos que redactaron e impusieron en toda España la nefasta “Ley de Memoria Histórica”- en un gesto de vileza y sarcasmo inaceptable, argumentaron que esta iniciativa podía “reabrir heridas”.

    Por su parte, en Cádiz, Jerez de la Frontera, San Fernando o el Puerto de Santa María, ese mismo PSOE, junto a Podemos e IU, ha evitado que rotulen calles o plazas con el nombre del concejal de Ermua, haciendo gala de una bajeza que ha provocado que un socialista histórico, el presidente de la Federación Española de Municipios, Abel Caballero, haya tachado de “detestable”.

    Tampoco podía quedar atrás la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, que se ha negado a desplegar una pancarta en el Ayuntamiento en recuerdo de Miguel Ángel Blanco porque, según decía, sería “hacer una distinción entre víctimas”, haciendo seguidismo del argumentario de la ejecutiva del PSE-EE, que entiende que homenajear a Blanco en el vigésimo aniversario de su asesinato supondría que unas víctimas tuviesen mayor reconocimiento que otras.

    Me detengo. Vuelvo a las imágenes de aquella España que se rebeló contra el yugo del terror. Observo la marea humana entorno a la plaza de Colón de Madrid, colapsando la ciudad condal, abarrotando las capitales vascas. Releo las declaraciones de los dirigentes del PSOE y de Podemos, y los motivos que esgrimen para dejar pasar este día como si fuese cualquier otro. Algo no me encaja.

    Miguel Ángel Blanco no es una víctima más. Y no por lo aberrante de su asesinato, porque, en eso, todos son igualmente execrables. La diferencia, en este caso, tampoco radica en su persona, sus cualidades o su procedencia, sino en lo que supuso para España como Nación. Fue la respuesta, tanto social como institucional, la que hace la distinción.

    En torno a él se articuló un espíritu de unidad que no se había visto hasta el momento. Volvíamos, como en todos los capítulos sangrantes de nuestra Historia, a ser uno solo. No había colores políticos ni ideologías.

    Había una Nación que quería vivir en Paz y en Libertad; que clamaba por el fin de una situación incomprensible, injusta y miserable; que exigía el cese de la violencia y que la dejasen caminar unida. Aquellos aciagos días de julio de 1997, las lágrimas derramadas en Madrid eran las mismas que se derramaban en Barcelona. Y en Valencia, y en Vigo, y en Tenerife. Era un dolor compartido que no entendía de regiones ni de realidades historicistas.

    Eso es, por desgracia, lo que la izquierda española del siglo XXI no quiere comprender, en gran medida, porque ya no es capaz de subsistir en un entorno de entendimiento. Necesita fulminar lo que nos une, para pescar en el río revuelto de la confrontación.

    Precisamente por eso, quizás, hoy más que nunca sea necesario recuperar las figuras que nos han aglutinado en torno a la defensa de unos valores comunes, que nos han animado a unir los hombros y empujar juntos.

    Hoy, más que nunca, convendría repasar las imágenes de aquellos días, que siguen conmoviendo a quienes lo vivieron, a los que entonces éramos niños, y que deberían conmover igualmente a los que, sin haber nacido, son ya parte activa de la sociedad civil.

    Hoy deberíamos mirar nuestra bandera y repetir, como los pamplonicas aquel día, “este pañuelo es de Miguel Ángel”.

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