El virus catalán se contagia en Asturias

    El Pleno del Ayuntamiento de Gijón ha aprobado con los votos de Xixón Sí Puede (Podemos), IU, PSOE y del Foro Asturias, una proposición que insta a la Junta General del Principado a iniciar una reforma de su Estatuto para incluir el dialecto bable dentro de la oficialidad.

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    Protestas en Asturias a favor de los independentistas catalanes Mario Rojas El Comercio
    Protestas en Asturias a favor de los independentistas catalanes / Mario Rojas (El Comercio)

    La líder del Partido Popular en la Comunidad Valenciana, Isabel Bonig, alertaba en la mañana de ayer ante los micrófonos de esRadio de que llevan “exactamente el mismo camino que Cataluña si nadie lo remedia”.

    Su denuncia iba dirigida en dos líneas principales: el adoctrinamiento en las escuelas, y en el acoso al español.

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    Ayer mismo publicaba José Ramón Bauzá, expresidente popular de las Islas Baleares, un amargo artículo en el diario El Mundo, en el que advertía cómo una gran parte de los docentes insulares, con el respaldo de los claustros y de las politizadas asociaciones de padres de alumnos, extienden entre los alumnos la idea del pancatalanismo y el nacionalismo, habiendo asaltado el poder de la Consejería de Educación regional.

    Mientras, en la otra punta de la geografía nacional, el Pleno del Ayuntamiento de Gijón aprobaba, con los votos de Xixón Sí Puede (Podemos), IU, PSOE y del Foro Asturias del exministro Álvarez-Cascos, una proposición que insta a la Junta General del Principado a iniciar una reforma de su Estatuto para incluir el dialecto bable dentro de la oficialidad. PP y Ciudadanos votaron en contra.

    Parecería que el virus que se ha convertido en una patología en Cataluña, se estuviese extendiendo al resto de  la Nación, como una peste medieval o una pandemia apocalíptica de consecuencias incalculables.

    «España es una nación tan fuerte que lleva siglos tratando de autodestruirse y no lo consigue»

    Pero sería llamarse a error, o una muestra de un elaborado esfuerzo por alarmarse, si pensamos que esta situación es una tendencia natural o un proceso irremediable.

    No voy a negar que quizás exista algo inscrito en nuestros genes, que nos anima a enfrentarnos entre nosotros, ya desde los reinos visigodos y sus constantes guerras, que favorecieron, cuando no allanaron el camino, del invasor musulmán. Pero no es menos cierta la afirmación que atribuyen a Otto von Bismarck, y que Alfonso Guerra hizo suya: «España es una nación tan fuerte que lleva siglos tratando de autodestruirse y no lo consigue».

    En cualquier caso, este afán de acentuar el rasgo distintivo, de subrayar las características particulares, de incentivar lo específico y desechar lo común no responde, en ningún caso, a la evolución natural de nuestra Patria, sino a la ficticia división del Estado en unas Comunidades Autónomas cuyas consecuencias, por más preclaras que fuesen las mentes de los padres de la Constitución, no fueron capaces de prever.

    Desde que el proceso estatutario comenzó a caminar (recordemos que esa era la única y gran aspiración del primer Pujol, entonces vigoroso: dotar a Cataluña de su propio Estatuto de Autonomía), inflar, exaltar, maquillar –o, directamente, inventar- la idiosincrasia regional se ha convertido en un negocio más que rentable.

    Jordi Pujol.

    La elefantiásica y todopoderosa Administración tiene resortes suficientes para auspiciar la creación, el mantenimiento y la institucionalización de todo tipo de asociaciones y entidades, bajo el paraguas omnímodo de lo que han redefinido como “cultura” o, más indepe aún: “cultura identitaria” o “hecho diferencial”. Así, cuando éstas crecen al calor del poder político, pasan a convertirse en cooperadoras necesarias de la acción de los gobiernos de turno, que premian su obediencia con cuantiosas subvenciones.

    Nacen de este modo uno vasos comunicantes entre uno y otro, que se convierten en soportes vitales mutuos, en una simbiosis en la que se juegan su propia supervivencia.

    Esta construcción se inyecta cuando los cerebros aún están moldeables, y no existe capacidad crítica.

    Son los omniunculturales de cada taifa y las aenecés del terruño en cuestión. Son estos los que viven de convertir la propia lengua, el dialecto local o el propio acento en un negocio, sin llegar a entender que la finalidad del lenguaje no es otra que comunicarse, nunca levantar muros.

    Esta construcción, que tiene que ser inoculada a cualquier precio, se inyecta por dos vías. La primera y fundamental, cuando los cerebros aún están moldeables, y no existe capacidad crítica. Ahí es donde cae la educación. La segunda, enfocada a esos individuos adultos que han escapado de la primera redada, y que ha de imponerse por chaparrón: son los medios de comunicación públicos, y las condiciones impuestas para las preceptivas concesiones a los privados. Una y otra, como no puede ser de otro modo, están sufragadas con el dinero de todos. Con usted que me lee, y con el mío, de quien escribe.

    La lengua, la educación, la comunicación, y hasta los cantos y bailes regionales, son extraídos de aquella Cultura mayúscula a la que un día pertenecieron, para convertirse en correas transmisoras de un poder recíproco y retroalimentado.

    Es por ello que oír a Bauzá y a Bonig rasgarse las vestiduras, cuando su partido, el PP, ha gobernado tanto la Comunidad Valenciana como Baleares con amplias mayorías, me resulta paradójico.

    El presidente del gobierno, Mariano Rajoy, obtuvo del Secretario General del PSOE, Pedro Sánchez, el compromiso de aplicar el artículo 155 de la Constitución, siempre y cuando los populares se aviniesen a plantear y debatir una reforma constitucional en torno a la organización territorial de España.

    Estas semanas hemos visto a millones de españoles –sin subvenciones, sin poderes ocultos moviendo sus hilos, sino como ciudadanos libres y comprometidos- salir a las calles exigiendo a sus gobernantes garantizar la unidad Nacional y la integridad territorial.

    El sistema autonómico ha comenzado a hacer aguas, y sus efectos devastadores en lo político, en lo económico y en lo social, son cada vez más palpables. El mensaje, por parte de la sociedad, ha sido lanzado, de forma unánime, contundente y, repito, libre.

    Si, ciertamente, Rajoy tiene intención de sentarse con Sánchez para cambiar la Carta Magna, está en su derecho. Pero el sentido del cambio sólo puede ser uno, si es que a Mariano, y a su partido, le interesa que España siga siendo una Nación de ciudadanos libres e iguales.

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