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Cruda realidad / Impuesto de Sucesiones, el Impuesto contra la familia

prototipo de familia

prototipo de familia

Tengo, desde pequeña, unos amigos cuya familia tiene sus raíces en una vieja casona cerca de una aldea. No es un palacio, pero impone por lo vieja y cuidada, y porque ha pasado de padres a hijos desde generaciones.

Para ellos -y, hasta cierto punto, para mí- es el centro del mundo porque es el centro de su identidad. De allí han salido y allí vuelven siempre que pueden, dando vida de nuevo a estancias que recuerdan el eco de pasos familiares desde hace más de un siglo.

El primer dueño que conocí acabó allí sus días, señor del lugar, y mandó inscribir junto a la cancela unos versos en francés que se me quedaron grabados: «Plus me plait le sejour qui ont bati mes ayeux que du roman palais le front audacieux»: más me place la casa que construyeron mis abuelos que del palacio romano el frontispicio audaz.

Perder la vivienda por el impuesto de sucesiones es cada vez más frecuente, una forma artera de desahucio por el que no se manifiesta ningún Iglesias ni ninguna Colau

Pero el tiempo no ha sido benévolo con mis amigos y, aunque sobreviven dignamente, muerto el dueño que yo conocí no pueden pagar el impuesto sobre la herencia, y van a perder la casa, que es más su casa en un sentido que los pisos que eventualmente habitan.

El caso, me dicen, es cada vez más frecuente, una forma artera de desahucio por el que no se manifiesta ningún Iglesias ni ninguna Colau. Despotricar contra los impuestos -una de las dos cosas inevitables en esta vida al decir de Benjamin Franklin, junto con la muerte- es actividad fácil, y más hacia esta época del año, pero es poco lo que pueda decir yo que no digan otros mejor y con más autoridad.

Que la presión fiscal parece la maldición de los Estados, que hace parecer a la clase política como un ejército acampado en territorio ocupado y obsesionado con el botín, que hace evidente que no somos propietarios de lo nuestro, sino usufructuarios con el permiso de la autoridad, su único dueño verdadero; que los Estados modernos no necesitan una Gestapo o un KGB teniendo la Agencia Tributaria, que sabe de nosotros lo que ignoran nuestras madres.

Y que, en fin, hace de los políticos liberales, socialistas, y de los socialistas, capitalistas, porque si los primeros entran a saco en lo que no es suyo, los segundos han aprendido que es más rentable ordeñar la vaca que matarla.

Pero no es mi negociado ni podría decir otra cosa que generalidades irritadas. Otra cosa es el impuesto de sucesiones, que ya ha rebasado la línea de lo confiscatorio en muchas partes de España, y que me parece especialmente grave porque se dirige a destruir dos de los principales pilares que han construido nuestra civilización: la familia y la baja preferencia temporal.

Imaginaba en aquella edad de inocencia que si debe haber impuestos, mejor que sea sobre lo que uno no ha ganado con su esfuerzo

Es curioso, porque cuando yo era joven, inexperta y liberal, el de sucesiones era el gravamen que menos me indignaba. Apasionada de la meritocracia, imaginaba en aquella edad de inocencia que si debe haber impuestos, mejor que sea sobre lo que uno no ha ganado con su esfuerzo.

De hecho, la posibilidad de heredar una fortuna se me antojaba una espina en el corazón de mi entusiasmo liberal, construido en torno al sueño del pionero esforzado y al hombre ‘hecho a sí mismo’. No me lo tengan en cuenta; era, ya digo, muy joven.

La realidad que tardé décadas en advertir es que no hay mayor mito que el del ‘individuo’. No existe. Es decir, existen las personas individuales, pero no son entes aislados, ninguna está, literalmente, ‘hecha a sí mismo’, sino que es el resultado de una comunidad y, sobre todo, de una familia. De ella heredamos, entre otras cosas, ese ADN exclusivo que Montoro aún no ha conseguido gravar.

Entendí que lo más positivo del capitalismo, ese capital, acumulación de producción no gastada, no nace solo de la libertad, sino de la familia, de trabajar una hora más, unos años más, para tener algo que dejar a nuestros hijos. Así se creó la fantástica reserva de riqueza que dio combustible a la Revolución Industrial.

Pero he hablado también de ‘baja preferencia temporal’, y no estoy segura de que todos los lectores estén familiarizados con el concepto. Significa la capacidad de sacrificar parte del presente para tener en el futuro.

Un pueblo con baja preferencia temporal construye una magnífica civilización, porque piensa no ya en el mañana, sino en el pasado mañana; no en lo que vivirán sus hijos, sino sus nietos.

Un pueblo con baja preferencia temporal planta olivos, aunque tardan tanto en crecer y dar fruto que quien lo planta sabe que no lo gozará.

Un pueblo con baja preferencia temporal construye catedrales que el maestro albañil la diseña e inicia sabiendo que no la verá terminada ni rezará nunca en ella.

Un pueblo con baja preferencia temporal se levantaría en armas contra un impuesto confiscatorio que arrebata todo incentivo para construir más allá de lo que podemos gozar, lo que nos dejan nuestros padres, quizá procedente de nuestros abuelos; un impuesto que nos amputa desde el punto de vista material, tangible, de nuestra línea familiar.

Es solo la puntilla, me apresuro a añadir. Vivimos el presente más amnésico e improvidente, el instante absoluto, en nuestro trabajo, en nuestras relaciones, en nuestras convicciones, en nuestros hábitos, en el lugar en que vivimos, como nómadas del tiempo.

Este impuesto solo viene a reforzar esa tendencia, ese ‘carpe diem’ tan peliculero que solo es bonito en los versos y en la vida de autores malditos. Porque hacer de «el que venga detrás, que arree» el principio de nuestra vida social es la receta indicada para la muerte de una civilización.

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