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Camacho y el jersey de punto de Penélope

Marcelino Camacho y Josefina, su mujer.

Se hizo comunista en 1935 y cumplió hasta la muerte, con 92 años. Setenta y cinco años de compromiso, que le acarrearon prisión militar, trabajos forzados, exilio, la fuga por Argelia y después, ya sindicalista cuarentón, más rejas y más frío. Pero nunca cambió de ideas, de mujer, de chaqueta…

Entre otras razones, porque no la necesitaba: se conformaba con el jersey de punto que le hacía Josefina, su mujer, siempre a la espera, mientras él vagaba errante, de cárcel en cárcel, por los mares procelosos de la clandestinidad, en pos de un ideal.

Hasta en la lana gris y hortera de guardagujas del Madrid-ZaragozaAlicante, parece un personaje de Ignacio Aldecoa, humilde y sufriente.

Uno se imagina su infancia concentrada en una escena: el páramo helado, la caseta ferroviaria, el mantel de hule, el vino con gaseosa y la lucha obrera transmitida por su padre, ugetista. Podemos estar de acuerdo o no con las ideas y postulados de Marcelino Camacho (quien esto firma no lo está en absoluto), pero nadie podrá negarle una virtud que hoy por hoy brilla por su ausencia, tanto en la izquierda como en la derecha: la coherencia.

No es plato de gusto volver una y otra vez a la celda con 40 y con 50 años, y no por haber robado un banco sino por sus ideas. Un respeto

Vivía lo que creía, hasta el punto de  que se chupó más de 14 años en distintas cárceles y campos de trabajo, se las vio ante los calabozos, los campos de refugiados de Argelia, el Tribunal  de Orden Público…

No es plato de gusto volver una y otra vez a la celda con 40 y con 50 años, y no por haber robado un banco ‘desde’ un banco -como hacen algunos intocables-, sino por sus ideas. Un respeto.

Una gesta así, hecha de oscuridad y clandestinidad, frustración y fracasos, apuntado siempre al carro ingrato de los perdedores, no se sobrelleva sólo por una idea o un himno (La Internacional).

O hay una persona detrás, con nombre y apellidos, o las causas en abstracto no mueven a nadie. O el desheredado tiene rostro o no hay comunista que entone el “¡Arriba parias de la Tierra!”.

Muchas personas influyeron en la peripecia de Camacho a lo largo de su vida, pero la que le sostuvo con un ovillo y unas agujas fue su mujer, Josefina, a la que conoció en el exilio en Orán (Argelia), donde había ido a parar su familia procedente de Almería.

Se casaron en 1948 y tuvieron dos hijos, cuatro nietos y un bisnieto. Se responsabilizaron el uno del otro: “Yo me responsabilizo de ti y prometo cuidarte y ayudarte, en salud y en la enfermedad, en el exilio, y en la cárcel  todos los días de mi vida…”

Es lo que hicieron Marcelino y Josefina, sacrificándose el  uno por el otro. Tuvieron muchas ideas equivocadas, batallaron por ideales que la Historia se ha encargado de poner en su sitio, el desván; pero mientras se afanaban en el socialismo real, acertaron en una: se esperaron.

Entendieron que el matrimonio, en buena medida, es espera. Josefina no se desentendió de Marcelino. No construyó una vida aparte.

No le dejó por otro, en años de ausencia y frío, no rehízo su vida cuando el futuro de su compañero era más bien negro entre barrotes. Le esperó, tejiendo su fidelidad con agujas de hacer punto, reconstruyendo en cada jersey lo que el tiempo y las cárceles amenazaban con destejer.

Unos se quedan con la lucha obrera, yo prefiero quedarme con la historia de amor. Unos se quedan con el metal, yo con el compañero. ¿Quién sabe? Quizá la lucha obrera no fuera más que un pretexto.

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