«Es precisamente porque la Iglesia ama con el corazón de Cristo por lo que quiere que conozcamos la verdad, aun cuando puede ser dura de oír. Quienes hablan en nombre de la Iglesia debe ser fieles a las enseñanzas inmutables de Cristo porque solo viviendo en armonía con el designio creador de Dios encontramos plenitud y felicidad profundas y duraderas».
Dios bendiga al Cardenal Robert Sarah.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraEn una tribuna publicada en el diario norteamericano The Wall Street Journal (‘Cómo pueden los católicos acoger a los creyentes LGBT’), el prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos no se limita a recordar que el amor es incompatible con la mentira en lo que hace a la actitud de los creyentes con respecto a los homosexuales, sino que pone el dedo en la llaga de una plaga que está minando el discurso público en todo tipo de cuestiones y forzando decisiones públicas que, basadas en una ‘compasión’ deformada, acaba desembocando en los resultados más crueles.
El truco de la corrección política es confundir la ‘empatía’ hacia alguien con la aceptación de todos sus actos
El truco diabólico de la llamada ‘corrección política’ es precisamente ese: confundir la ‘empatía’ hacia alguien con la aceptación de todos sus actos.
O, dicho de un modo más clásico, la incapacidad para distinguir entre el pecador y su pecado, de forma que podamos amar incondicionalmente al primero y aborrecer el segundo.
No debería ser difícil, y se entenderá sin problemas recurriendo a una analogía física en esta generación obsesionada con la salud: nadie que tenga un amigo alcohólico celebrará su alcoholismo ni le animará a seguir con su adicción, salvo que sea un falso amigo más interesado en ganarse el favor de la persona que en ayudarle.
La añagaza, pues, consiste en difuminar la tajante separación entre la persona y sus tendencias y actos.
No es difícil de hacer, porque la verdad es a menudo irreductible a fórmulas simplistas y a consignas biensonantes. Es más como una espada que separa, es decir, que discrimina, verbo condenado donde los haya.
Es lo que hace el cardenal cuando afirma en su tribuna: «En su magisterio sobre la homosexualidad, la Iglesia distingue cuidadosamente tres cosas:
- La persona, que es siempre buena porque es hija de Dios;
- La atracción homosexual, que no es pecaminosa si no se consiente ni se actúa sobre ella, pero que no está, sin embargo, en armonía con nuestra naturaleza humana;
- Y las acciones homosexuales, que son gravemente pecaminosas y tremendamente nocivas para el bienestar de la persona humana.
Y concluye: “Quienes se identifican como miembros de la comunidad LGBTQ tienen derecho a esta verdad en la caridad, especialmente por parte del clero que que habla en nombre de la Iglesia sobre este asunto complejo y espinoso».
Las presiones que sufre la Iglesia católica para que renuncie a toda su doctrina sobre cuestiones sexuales son abrumadoras, en algunos casos lindando con la represión legal al convertir en ‘discurso de odio’ el hecho de que un sacerdote se limite a exponerla.
Lo que no entienden quienes, de mejor o peor fe, creen que se trata de un paso inevitable para que la Iglesia siga siendo relevante en el mundo moderno es que el caso es absolutamente el contrario: si los creyentes nos limitamos a seguir los caprichos del mundo y sus cambiantes dogmas morales, la Iglesia se volvería innecesaria por redundante, un mero vehículo de ritualización pintoresca de los editoriales de El País.
De hecho, ni siquiera aceptar in toto el dogma LGBTQ sería en absoluto el final de la carrera, porque el principio erróneo de la empatía, el que confunde el bien de la persona con lo que hace y siente, seguiría actuando y obligando a concesiones sin fin.
Ha habido muchas civilizaciones no cristianas en el planeta; ninguna de ellas se ha fundado sobre la idea de que todas las inclinaciones deben ser permitidas
Pero no es una cuestión exclusivamente religiosa; un escéptico honesto y capaz de razonar desapasionadamente puede ver que este principio no solo no tiene fin, sino que conduce a resultados sociales cada vez más incompatibles con la supervivencia de esta sociedad, de cualquier sociedad imaginable.
Hay y ha habido muchas civilizaciones no cristianas en el planeta; ninguna de ellas se ha fundado sobre la idea de que todos los deseos deben ser satisfechos y todas las inclinaciones, permitidas y aun celebradas y aplaudidas. Porque el final de esa fantasía colectiva es invariablemente la extinción.