No recuerdo exactamente el mensaje grabado en la camiseta, pero venía a decir, rodeado de signos de exclamación, que hay tantos ‘géneros’ como uno desee, uno de esos mensajes que machaconamente se nos repiten en el sentido de que la realidad es infinitamente moldeable y la biología es fascista.
El caso es que la tienda ‘online’ que la vendía incluía en un margen las especificaciones, ya saben, el precio y esas cosas. Y entre esas cosas figuraban las dos tallas únicas que el cliente debía elegir: hombre y mujer.
El despido de un empleado de Google por alertar en un respetuoso y documentado informe sobre el asfixiante ambiente de censura progresista en la empresa ha destapado un nuevo ejemplo de la tiranía ‘de género’ que ya no se limita a la política, sino que amenaza con anegar toda la vida pública en nuestras sociedades.
La reacción, sin embargo, indica al menos que todavía abunda la capacidad de indignación y el sentido común, pero, sobre todo, un hecho sobre el que hemos tratado alguna vez: la guerra contra la naturaleza que están librando nuestras élites no puede acabar sino en ignominiosa derrota.
Esa es la buena noticia. La mala es doble. En primer lugar, que cuando nuestra civilización se canse de escupir al cielo puede ser tarde, con varias generaciones fatalmente deformadas en su visión del mundo y debilitadas frente a cualquier amenaza exterior, y por hoy no quiero dar nombres.
Y, en segundo lugar, que empiezo a sospechar que da igual, que quienes nos venden esta mercancía son los primeros que no creen en ella, como en el caso de la tienda que citaba al principio.
Decía Theodore Dalrymple, médico y columnista británico, que el objetivo de la incesante propaganda comunista que él vivió en Europa del Este no era engañar, porque la gente solo tenía que abrir los ojos para comprobar que todo lo que les decían era mentira, sino humillar.
Obligados a aceptar e incluso repetir con fingido entusiasmo lo que sabían que era falso ejercía sobre el ciudadano de las sociedades comunistas un efecto demoledor, le envilecía, y un súbdito envilecido no se rebela.
Lo vemos en la desconcertante reacción a la campaña de HazteOir.org, no tanto en el odio feroz y violento de los que han apostado todo a la carta progresista hasta donde les lleve, sino incluso en quienes critican esa deriva.
Es casi más patético escuchar a comentaristas, en lo demás sensatos y racionales sostener titubeantes que, si bien la campaña tiene perfecto derecho (¡solo faltaba!) a decir lo que dice, personalmente disentían del ‘extremismo’ del mensaje y la forma.
Es decir, que afirmar que las mujeres son mujeres y los hombres, hombres es hoy una postura ‘extremista’, ‘de odio’, ‘provocadora’. Exactamente, ¿cuándo dejamos que nos gobernaran desde el manicomio?
Pero incluso entre las filas de los ‘true believers’ de la modernidad, los que poco menos que te retan a duelo si te niegas a aceptar que los molinos son gigantes, son perfectamente capaces de llevar una vida normal, es decir, un día a día en el que hay solo dos sexos y que incluso se pregunta a la amiga embarazada que «qué tal va el niño».
Lo vemos cada día en nuestros políticos, especialmente en los radicales, que pueden, simultáneamente, quejarse de las especulación de la vivienda y especular con la vivienda; clamar contra el turismo y tener un hotelito rural, tronar contra los desahucios mientras se desahucia al inquilino propio.
Vamos camino de tener cada uno de nosotros dos mentes, dos personajes, uno para la vida diaria y la intimidad y otro para las declaraciones públicas, el trabajo y la vida social fuera del círculo de confianza.
Es decir, se está dando la curiosa circunstancia de que, en democracia y en una sociedad supuestamente abierta, con un régimen que en teoría nuestro derecho a pensar como nos dé la gana, se esté instalando un modo de pensamiento único que solo se creía posible en sistemas totalitarios.
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