En Vigo, el muy progresista ayuntamiento socialista ha decidido poner en funcionamiento una línea de autobuses nocturnos que puedes cogerlos allí donde los encuentres, sin el engorro de llegar a una parada, así como a bajarte en el punto del trayecto que más te apetezca, también con independencia de dónde deba detenerse obligatoriamente.
Y cuando digo ‘puedes’, quiero decir ‘puedo’: yo, mujer. Si usted, querido lector, se llama, digamos, Manolo o Eusebio, pues mala suerte: a esperar que pare el bus donde corresponde. Todavía hay ‘géneros’, señor mío.
La idea, como experimento, no es que me parezca mal en sí. Recuerda a los vagones que en Alemania solo pueden montar mujeres, y por idéntica razón: por nuestra seguridad. La medida me parece tan paradigmáticamente moderna que no resisto la tentación de comentar en qué tres sentidos, al menos, refleja las contradicciones y subterfugios de nuestra era.
«Es, en suma, una confesión de impotencia sobre una función esencial de la autoridad, y un desvío efectista de la responsabilidad»
La primera es la falta de esperanza en solucionar lo grande, que lleva a la aprobación de lo pequeño; al parche cutre de quien es incapaz de remediar el problema mayor.
En este caso, el asunto es la inseguridad. Hay violaciones, las calles no son seguras por las noches. ¿Puedo impedirlo? Bueno, me pagan exactamente para eso; las competencias primarias de la autoridad política se pueden contar con los dedos de una mano, las imprescindibles, las que constituyen su misma razón de ser y una de ellas es garantizar la seguridad. Como no puedo hacerlo, palio un tanto el problema haciendo que el transporte urbano se ocupe de una función que no es, ni de lejos, la suya, la de ofrecer cierta protección.
Es, en suma, una confesión de impotencia sobre una función esencial de la autoridad, y un desvío efectista de la responsabilidad.
En segundo lugar, es un privilegio para las mujeres. Un privilegio razonable, me apresuro a añadir: yo puedo ser violada; usted, querido lector, más difícilmente. Es un dato de la experiencia y la Biología, no de ningún patriarcado ni estructura social.
«La obsesión por la paridad no ha llegado aún a la mina o al honrado gremio de los poceros, pero se insiste mucho en la misma en los consejos de administración»
Pero es que hay privilegios razonables, y eso es exactamente lo que se niega desde todos los foros oficiales, desde los medios a los partidos y las instituciones. Soy una mujer, óyeme rugir, es el lema del momento. Solo que luego se piden y aplauden medidas como esta, en las que nuestro rugido, sinceramente, suena más como un maullido.
El feminismo hoy quiere comerse el pastel y guardarlo para la cena; es decir, insiste en que la mujer es exactamente igual que el hombre e incluso un poco más. No debemos hacer distinciones, salvo allí donde se nos favorezca. Debemos patalear gritando «¡discriminación!» ante el más ligero desajuste estadístico que nos perjudique. Pero la desigualdad es estupenda cuando corre a nuestro favor. Debe de ser por eso que la obsesión por la paridad no ha llegado aún a la mina o al honrado gremio de los poceros, pero se insiste mucho en la misma en los consejos de administración.
El tercer sentido es que se trata de una medida que, además de remachar la desigualdad y reflejar la impotencia del poder, tiene todos los visos de ser tan efectista como ineficaz. Que los hombres estén anatómicamente preparados para violar no significa que tengan, por lo común, la menor intención de hacerlo. Eso significa, por la ley de hierro de los incentivos, que el privilegio se empleará nueve veces de cada diez por pura comodidad y solo una, y soy generosa, por razones objetivas de seguridad.
Cae el alcalde de Vigo, además, en la falacia maximalista: “Vigo es una ciudad segura, pero todas las medidas que podamos tomar para hacerla más segura, las vamos a tomar”, ha dicho el alcalde, Abel Caballero, en la presentación del servicio. ¿Todas? Bueno, no cabe duda de que si cada mujer dispusiera de un escolta fornido y armado estaría más segura. ¿A qué espera el Ayuntamiento? Pero, un momento: a veces se trata de verdaderas bandas callejeras; mi escolta no daría abasto ni con un arma. Sí, sin duda estaría más segura cada mujer si el ayuntamiento pagara un pelotón de guardias para acompañar a cada mujer que sale de casa.
¿Exagero? Bueno, son las palabras del alcalde, no las mías. Ya sé que los políticos hablan así, como si el dinero lloviera del cielo y fuera posible cubrir todas las apuestas sin descuidar ninguna. Pero es también típico de este tiempo en el que esperamos de las autoridades políticas que sean un remedo oficial de nuestras madres cuando aún gateábamos.
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