El pasado 8 de Marzo, día de la manifestación multitudinaria, nos mostramos de nuevo en Madrid a bordo de un vehículo más manejable que nuestro acostumbrado autobús, vinilado también con nuestro lema y nuestra caricatura. Así pudimos callejear con facilidad y acercarnos a las sedes de los partidos a las que fuimos a entregar las miles de firmas que solicitaban a sus líderes la derogación de las leyes de género. A esa hora de la mañana, grupos aislados de pre-manifestantes deambulaban ya por las calles con ganas de comenzar la algarabía.
Bastó parar junto a la primera de las sedes para que los clanes morados comenzaran a congregarse a nuestro alrededor agitando sus banderas. Entre ellos se avisaban con sus teléfonos, de manera que cuando aparecimos por la segunda sede fuimos rodeados. Se sentaron en la calzada frente a nuestra caravana para impedirnos el paso, y comenzaron sus danzas. La mayoría eran jóvenes lesbianas, que auguraban en sus cantos que pronto el país entero sería lesbiano. Alrededor del autobús la gritería respondía a una siniestra embriaguez de baile y de fanatismo.
Viéndolas bailar y gritar recordamos las agresiones sufridas en nuestra gira, los vigías a las puertas de nuestros hoteles en contacto con sus bandas, el ataque militar de los CDR en Barcelona, las furibundas embestidas en Valencia. En todas hubo connivencia con el poder político, rencor y rabia. Los dueños de los despachos habían dado cuerda a la chavalada y la habían lanzado a las calles. Por eso las bandas que se nos opusieron estaban formadas por jóvenes que creían que debajo de los adoquines hay playas o que las repúblicas bajan de los ríos, mientras sus mayores se hacían con el dinero.
¿Qué hace que las venas en su cuello revienten de odio y su corazón arda en una hoguera alimentada con los huesos de su oponente? ¿Quién enciende la llama que prende ese fuego?
¿Qué hace que una mujer joven enloquezca de repente y escupa a la cara del joven que sale de nuestro autobús y le hace frente -con el que sola y lejos de la calle se iría a dormir sin dudarlo-, y a quien ahora mataría si le fuera posible? ¿Qué hace que las venas en su cuello revienten de odio y su corazón arda en una hoguera alimentada con los huesos de su oponente? ¿Quién enciende la llama que prende ese fuego?
«Somos las hijas de las brujas que no pudisteis quemar», habíamos leído en el torso desnudo de algunas jóvenes embravecidas. No es de extrañar que habiendo sido quemadas en las hogueras siglos atrás, ahora que sus locuras son ley y sus quebrantos les vienen forjados desde arriba, las mismas mujeres con la razón perdida se lancen a quemar, rugir y bailar encima del autobús que las desnuda.
Pero estos incendios son benévolos y no tardarán en renovar el aspecto del feminismo, dejándolo liso y brillante como en sus inicios. Son incendios que se agotarán por mengua del combustible. Por eso al feminismo hoy puede vérselo arder sin dolor alguno. En las grandes hogueras que enciende el autobús a su paso no perece nada digno de pervivir. Son hogueras purificadoras, en las que ninguna mujer amante del progreso o del arte o de la justicia echaría una sola gota de agua.
El primer error del feminismo radical es creer que todas las mujeres son feministas o enemigo
La maternidad es un acto político, habíamos leído en pancartas, demostrando que la razón y el sosiego también han huido del feminismo. Esto es tanto como afirmar que la naturaleza es un acto político. Una mujer con el cerebro extraído de su calavera, si copula, acabará siendo madre. Una mujer violada, si queda encinta, también será madre. Sin consciencia o sin voluntad no existe acto político alguno. Lo que pretendían esas pancartas es anular la maternidad y la feminidad en cada mujer, colectivizar su sexo convirtiéndolo en ejército político.
El primer error del feminismo radical es creer que todas las mujeres son feministas o enemigo. Esa ilusión es tanto como afirmar que en este punto termina el invierno y comienza la primavera. La rebelión radical feminista tensa la cuerda de las mujeres para crear un oponente que las legitime. Pero no florecen las rosas cuando lo dice el calendario ni son las mujeres tradicionalistas o revolucionarias porque lo declare una parte. En su camino, nuestro autobús ha derribado el muro que agrupaba a las mujeres en una misma ideología política y cultural, y les ha devuelto su individualidad borrando los días del calendario.
Nuestro portavoz acabó saliendo de la caravana al encuentro del grupo de lesbianas, y eso no hizo más que avivar el fuego. Detrás de nuestro vehículo, una cinta metálica de coches con sus motores en marcha se desvanecía más allá del final de la calle. La nube de medios y televisiones que nos seguía había quedado envuelta en los saltos y la vocería, y apenas pudo recoger nuestros intentos de purgar el taponamiento. Pero la obstrucción solo era descerebrada y festiva, y con paciencia y oídos sordos pudimos salir de aquel barullo sin daños.
De camino a la última sede quisimos pasar por la ronda de Atocha, epicentro de la manifestación prevista para la tarde. Ilusa tarea. A mitad de la Castellana, justo a la altura de Cibeles, la policía municipal detuvo el tráfico y nos forzó a dar la vuelta mientras los conductores volvían a amontonarse en caravana. Las calles de Madrid eran de muchos ese día, pero no nuestras.
A última hora de la tarde ya resultaba imposible acercarse a los lugares por los que transcurriría la manifestación. Quisimos acercarnos lo más posible para provocar la explosión feminista contra nuestra caravana, que desmontaría de una vez por todas y de manera visible su radicalidad. Nos hubiera costado la caravana y nuestra integridad física. Pero ya no era necesario; gracias al autobús, el feminismo radical se estaba desmontado por sí solo.
Sabiendo que dejábamos atrás a las madres políticas, a las comisarias, a las embaucadas y a las hijas de las hechiceras danzando en sus túnicas violetas, pusimos a resguardo la caravana y nos dedicamos a contemplar en la televisión el aquelarre.
Comentarios
Comentarios