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Cruda realidad / Un estudio denuncia la cultura que ‘inventa’ la transexualidad en niños y adolescentes

Rita Wurst, transexual, ganó el festival de la canción de Eurovision / Wikimedia

Rita Wurst, transexual, ganó el festival de la canción de Eurovision / Wikimedia

Si los amos del discurso dominante solo pudieran darnos una orden, estoy convencida de que esta sería: no os fijéis. No saquéis ninguna conclusión de vuestra experiencia personal, no busquéis patrones, no apliquéis el sentido común ni os decantéis por la explicación más sencilla, la que parece golpearos la cara.

Por eso su propaganda es incesante, y sus métodos hace tiempo pasaron de la mera persuasión al insulto y la amenaza.

Hay un plan y, si no hay un plan, hay algo tan parecido a un plan que no sabría cómo llamarlo. Los anglohablantes lo llaman slippery slope, la pendiente deslizante, porque cada nuevo derecho encaminado a destruir nuestra civilización y, muy especialmente, la familia natural, prepara y anticipa el siguiente. Y en cada caso os dicen que sois paranoicos si prevéis cuál será el siguiente paso.

Nosotros estamos despiertos, hemos rechazado la píldora azul, y vemos. Hemos visto que ahora tocaba la transexualidad, como sabemos que ya se está cociendo el lavado de cara de la pedofilia. Ambos, por lo demás, se están uniendo sutilmente en la repulsiva moda de alentar en niños bastante pequeños, no solo que descubran su verdadera identidad -que, oye, nunca es aquella con la que ha nacido-, sino que hagan de ella un despliegue semipornográfico que, en una sociedad sana, llevaría a la cárcel al adulto responsable por perversión de menores.

No es que la transexualidad sea estadísticamente significativa, pero la vemos multiplicarse allí donde los sujetos saben que su cambio va a ser jaleado y celebrado

Le dirán, le han dicho, que esto de la transexualidad es como (ya nos dijeron sobre) la homosexualidad, es decir, que uno nace así, como un ‘hombre atrapado en el cuerpo de una mujer‘ (o viceversa). No deja de ser curioso que en un mundo cada vez más materialista se pueda concebir eso: si el cuerpo es masculino, ¿dónde está la mujer atrapada, qué es?

Pero si esto fuera cierto, los números se mantendrían estables, y no es el caso. No es que la transexualidad sea estadísticamente significativa -todavía-, pero la vemos crecer y multiplicarse en un perverso #metoo justo allí donde los sujetos saben, ya es casualidad, que su cambio va a ser jaleado y celebrado.

Dos investigadoras británicas -la socióloga feminista Heather Brunskell-Evans y la directora de la revista Disability & Society, Michele Moore– acaban de publicar un estudio (‘Niños y jóvenes transgénero: nacido en tu propio cuerpo’) en el que denuncian cómo la cultura -una muy determinada cultura- fomenta hasta forzarla la identidad transexual en niños y adolescentes.

No hace falta una gran experiencia de la vida para conocer hasta qué punto son sugestionables los niños, siempre deseosos de complacer a las figuras de autoridad en su vida, o la habitual crisis de identidad, desorientación y necesidad de llamar la atención de los adolescentes.

Hace ya algunos años, por ejemplo, se puso ‘de moda’ los cortes. Numerosos adolescentes -abrumadoramente más chicas que chicos- se practicaban de modo compulsivo cortes con una cuchilla de afeitar por todo el cuerpo. Puede hablarse de subcultura, porque es común que estos adolescentes compartan fotos de sus proezas e incluso monten páginas en Internet dedicadas a esta obvia llamada de atención.

Algo similar podría estar ocurriendo con la transexualidad. El joven es muy sensible a las modas, muy gregario, y no puede dejar de percatarse de que los cortes ya ‘no se llevan’, y que nada supera ahora mismo a un ‘redescubrimiento’ de la ‘verdadera’ identidad sexual. El estudio citado, de hecho, ve en Internet el primer ‘refugio’ que encuentra el adolescente problemático. Y en la red encontrará, asimismo, una comunidad que le apoya, le escucha y le acompaña, la comunidad ‘trans’.

En más del 80% de los casos, el niño o preadolescente con dudas sobre su propia identidad de género las deja atrás espontáneamente, sin necesidad de tratamiento alguno

El cambio lo tiene todo para satisfacer al adolescente desorientado: le proporciona la atención deseada, le hace sentirse protagonista, le proporciona nuevos amigos y parece responder a esa angustia común sobre la propia identidad. El chico o chica aprende a identificar en su sexo biológico la razón por la que «no se encuentra», la fuente de sus angustias existenciales, y ve en la transición una especie de respuesta redentora.

Con consecuencias devastadoras. Estudio tras estudio sobre la disforia de género concluye que, en más del ochenta por ciento de los casos, el niño o preadolescente con dudas sobre su propia identidad de género las deja atrás espontáneamente, sin necesidad de tratamiento alguno, una vez superada la adolescencia.

Pero, ¿qué pasa si la cultura jalea el cambio y lo aplaude y hace sentir al niño apoyado y atendido? Sobre todo, ¿qué pasa si se permite -se aconseja, incluso- tomarse en serio los deseos informes del adolescente y se le empieza a tratar con el sexo inverso al biológico, si se le da un nuevo nombre y, sobre todo, se inicia un tratamiento de hormonas y, quizá, operaciones quirúrgicas que habrá de arrastrar a lo largo de toda la vida?

El tratamiento habitual consiste en bloqueadores de la pubertad, fármacos que retrasan la evolución normal del metabolismo. Se están aplicando estos tratamientos con una alegría abradacabrante, visto que todavía desconocemos los efectos secundarios a largo plazo. Si el sentido común vale de algo en este sentido, dudo que puedan ser buenos.

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