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La madrastra que vino del Trópico

La pareja del padre de Gabriel, Ana Julia Quezada, le abraza en un acto de apoyo a la familia/Efe.

La pareja del padre de Gabriel, Ana Julia Quezada, le abraza en un acto de apoyo a la familia/Efe.

El próximo domingo 25 de marzo Ana Julia Quezada cumplirá 44 años y celebrará su cumpleaños detenida por la tercera muerte tenebrosa sucedida en su entorno desde que llegó a España hace dos décadas largas. La primera mitad de su vida había transcurrido en República Dominicana, en su ciudad natal de La Vega, tercera ciudad del país con una población de 220.000 habitantes.

Quezada llegó a España en 1995 con 21 años y se instaló en Burgos, donde tras haber trabajado en el prostíbulo Piccolo se casó con uno de sus clientes, Miguel Ángel Redondo, que acabaría adoptando a la hija que Ana Julia había tenido en su país de origen a los 17 años.

En la primavera de 1996, esta niña de cuatro años ―llamada Ridelca y recién llegada a España desde República Dominicana― se desmayó inexplicablemente y fue ingresada en Urgencias, donde le dieron el alta atribuyendo el incidente a la emoción producida por el viaje.

El 10 de marzo de ese mismo año Ridelca aparecía muerta en el patio interior de la casa burgalesa, descubierta por su padre adoptivo, que al ver su cama vacía la buscó por toda la casa y finalmente la descubrió al asomarse por una ventana inexplicablemente abierta. La muerte se archivó al considerarse accidental y la madre ni siquiera tuvo que declarar, al hallarse en un estado de nervios que le impidió hacerlo.

Quezada y Redondo se separaron y dos años después ella le denunció por malos tratos psicológicos

Con Miguel Ángel Redondo tuvo una hija, Judith, que sigue viviendo con su padre en aquella misma casa burgalesa donde su hermana mayor se precipitó misteriosamente al vacío cuando ella tenía dos años. Tras este incidente Quezada y Redondo se separaron y dos años después ella le denunció por malos tratos psicológicos.

La segunda muerte sucedida en España en el entorno próximo de Ana Julia Quezada fue la del hostelero viudo burgalés Francisco Javier, dueño de una cafetería y de un club social conocido en la ciudad. El nombre completo de este español fallecido en 2012 todavía no se ha hecho público, pero su hija Jessica ha hecho declaraciones a la policía al saber que la exnovia de su padre es la principal sospechosa del ‘Caso Gabriel’.

El empresario falleció de cáncer, pero según narra su familia, sufrió un episodio de ingreso hospitalario por una trombosis y Quezada no llamó a urgencias, sino que pasó horas ensimismada jugando con una consola como si no sucediera nada. Durante una parada cardiorrespiratoria de Francisco Javier, ella estaba sentada delante de la cama, pero no reaccionó ni hizo amago de llamar a una enfermera.

En este caso la familia acusa a Quezada de haber vaciado las cuentas del empresario, de haber robado las joyas de la familia e incluso de haberse hecho una operación de aumento de pecho fingiendo tener un tumor mamario.

Con Francisco Javier habría intentado casarse Ana Julia in extremis, estando él a punto de morir, pero la familia de él se lo habría impedido. Según El Periódico también hubo en este caso una denuncia de ella ―desestimada― por malos tratos psicológicos.

La tercera muerte ha conmocionado a España, país de acogida de Ana Julia Quezada: el asesinato del niño de 8 años Gabriel Cruz por estrangulamiento. En este caso ella es la única detenida como sospechosa de haber matado a sangre fría al único hijo de su último compañero sentimental, el almeriense Ángel David Cruz.

Cabe preguntarse si tienen que suceder crímenes espeluznantes como el de Gabriel Cruz para que los padres y las madres occidentales cambien su esquema de prioridades

La crueldad del crimen en sí, el hecho de que Quezada fue sorprendida por la policía el domingo 11 de marzo trasladando el cadáver del niño en el maletero de su coche y el asombro ante la frialdad con la que la detenida se comportó durante los diez días posteriores a la desaparición del niño, han producido una honda impresión en España.

En este siglo XXI cuya sociedad multi-divorciada se ha convertido en una compleja maraña de familias reconstituidas, cabe preguntarse si tienen que suceder crímenes espeluznantes como el de Gabriel Cruz para que los padres y las madres occidentales cambien su esquema de prioridades.

En la década de 1980, recién descubierto el virus del sida, parecía impensable tener que pedir análisis clínicos a una persona antes de una relación sexual esporádica, cosa que hoy hacen en Occidente cientos de miles de personas.

Del mismo modo puede sonar a ‘americanada’ que en Estados Unidos las relaciones sentimentales entre adolescentes estén sometidas desde hace una década a un protocolo de comportamiento promovido por centros educativos públicos y privados, para evitar casos de acoso sexual y violación.

Hoy parece de ciencia-ficción investigar a una persona con la que vamos a compartir nuestra vida ―y la de nuestros hijos, obligados a ir asimilando madrastras y padrastros impuestos a la fuerza― para obtener información exhaustiva sobre su vida anterior. Pero tiempo al tiempo. En la era de la información, dormir con el enemigo o con la enemiga se ha quedado obsoleto. Y en este puzle laberíntico que son las familias occidentales, los niños son ―o deberían ser― lo primero.

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