Cruda realidad / Necesitamos un Gramsci

    Desde un punto de vista eminentemente práctico y no confesional, el único medio que tenemos a nuestro alcance es duro, largo y penoso: la conquista de la cultura. O, al menos, ganar en la cultura, más aún que en la política, una influencia significativa.

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    De izquierda a derecha: Rajoy, Rivera, Gramsci, Sánchez e Iglesias

    Ahora que Albert Rivera parece haber dado un incierto y condicional “sí” a Rajoy que despeja el camino hacia la formación de Gobierno, desempolvamos viejos artículos y renovamos la vigilancia sobre un hipotético ejecutivo del que esperamos sin demasiada esperanza un montón de medidas que detengan la destrucción de la familia, la libertad y nuestras raíces. Hemos caído en su trampa, me temo.

    Decía Chesterton que la Iglesia católica es lo único que nos salva de la humillante esclavitud de ser hijos de nuestro tiempo, y sin ánimo de enmendarle la plana al genio de Beaconsfield me gustaría hacer una apostilla: eso solo es totalmente cierto en el caso de los santos.

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    Hablo ahora por mí: sí, a pesar de todo, me reconozco hija de mi tiempo, demasiado. Olvido con demasiada frecuencia que la política concreta, la de cada día, esa de la que espero tal o cual medida, está en función de la cultura, y no al revés.

    En una democracia sobre todo -aunque no exclusivamente-, es el clima cultural el que decide qué medidas toma y qué medidas rechaza el gobernante

    Sí, por supuesto, hay una buena ristra de medidas urgentes que harían un bien inmenso a nuestra sociedad si las aplicara un gobierno, con independencia del clima cultural. Pero, en una democracia sobre todo -aunque no exclusivamente-, es el clima cultural el que decide qué medidas toma y qué medidas rechaza el gobernante.

    Y ahí es donde fallamos los profamilia y, muy especialmente, los católicos. Los católicos tenemos especial delito, porque nuestra fe y nuestra historia indican bastante a las claras que no es posible cambiar mucho desde arriba sino se cambia antes desde abajo.

    Y es en ese “abajo” donde vamos perdiendo. Leo en el diario El Mundo datos del Instituto Nacional de Estadística según los cuales apenas uno de cada tres matrimonios que se celebran en España son católicos. Ya en 2009, las bodas civiles superaron por primera vez a las religiosas, y el año pasado éstas últimas marcaron un récord negativo: 44.721, el 28,7% del total.

    ¿De qué servirían unas medidas de urgencia que la sociedad española ya no está dispuesta a recibirlas o aplicarlas?

    Es la sociedad la que estamos perdiendo, es la gente, por usar terminología puesta de moda por Podemos. ¿De qué servirían unas medidas de urgencia que la sociedad española ya no está dispuesta a recibirlas o aplicarlas? Ningún partido va a arriesgarse a aprobar política alguna que pueda restarle más votos de los que le haga ganar. Pensar lo contrario sería engañarse.

    Esta no es una publicación religiosa, así que obviaré las medidas no estrictamente ‘naturales’ que nos urge tomar y que, creo, todos mis lectores creyentes entienden. Y desde un punto de vista eminentemente práctico y no confesional, el único medio que tenemos a nuestro alcance es duro, largo y penoso: la conquista de la cultura. O, al menos, ganar en la cultura, más aún que en la política, una influencia significativa.

    Es la estrategia de Gramsci, el líder comunista encarcelado por Mussolini cuyos frutos estamos recogiendo hoy. Hasta Gramsci, la estrategia de los marxistas había sido la que se desprende de los escritos de Marx y del ejemplo de Lenin en Rusia, es decir, la conquista del poder político por la fuerza en una revolución violenta.

    Pero, fuera de Rusia, las numerosas intentonas revolucionarias habían fallado estrepitosamente por una razón fundamental: el proletariado no era comunista. No quería saber nada de comunismo, en realidad, le suponía una ideología extraña que nada tenía que ver con sus convicciones y formas de ver la vida.

    Así que Gramsci, educado en el catolicismo e inspirado en el éxito cultural del cristianismo, ideó una estrategia que se ha revelado extraordinariamente fértil: la conquista de la cultura. Los comunistas debían entrar en las instituciones -el ejército, las empresas, la enseñanza, las artes, la literatura, el derecho- y desde dentro ir destilando la visión marxista.

    Cualquiera que coja un libro de texto, asista a una clase de ciencias sociales en una facultad, vea una película o escuche una canción y preste la debida atención advertirá que todas estas manifestaciones culturales están infundidas de la cosmovisión marxista, del esquema opresor-oprimido, lucha de clases, etcétera. Todos somos ya, en parte, marxistas por defecto. Incluso la sedicente derecha, cuando invoca la primacía de la economía -eso, y no otra cosa, significaba el célebre “España va bien”- no hace otra cosa que aceptar la visión economicista de Marx.

    Hemos comprado esta mercancía averiada como el que más, pensando que todo puede arreglarse desde un gobierno ‘favorable’ a golpe de decreto

    Y los católicos, e incluso quienes sin serlo dan importancia a la familia y aspiran a un régimen de libertad personal y valoran la conservación de nuestra identidad nacional, hemos comprado esta mercancía averiada como el que más, pensando que todo puede arreglarse desde un gobierno ‘favorable’ a golpe de decreto.

    No se puede ganar una guerra cuando se siguen las reglas que marca el enemigo, y eso es lo que llevamos haciendo demasiado tiempo. La solución es, ya digo, incómoda, larga y difícil. Pero no hay otra.

    Necesitamos un Gramsci.

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