Paradoja: nunca antes había habido tanto bienestar en Occidente, tanta libertad, y tan poca violencia, y sin embargo todo son denuncias por delitos de odio. No es que vivamos en el mejor de los mundos posibles, pero la penicilina, la higiene, las vacaciones pagadas y los derechos humanos algo ayudan. Nunca en su historia, Occidente había disfrutado de tanto progreso material y bienestar social. A las últimas generaciones les falta perspectiva cuando se quejan, porque hasta hace sólo cinco minutos el hambre y las guerras eran lo corriente. Los que han nacido de 1960 para acá no saben lo que es pasarlas realmente canutas.
El psicólogo Steven Pinker, en Los ángeles que llevamos dentro o En defensa de la ilustración, explica que la violencia ha disminuido respecto a siglos pasados y que en Occidente hay ahora menos discriminación y más paz social que nunca. Y el filósofo español Javier Gomá afirma que si nos preguntamos en qué otra época nos hubiera gustado vivir si fuéramos pobres, estuviéramos enfermos, o si fuéramos mujeres, homosexuales o de ciertas minorías solo habría una respuesta: la época actual.
Las minorías que pretenden reeducar a blancos y heteros nos están llevando a un clima de histeria colectiva que empieza a parecerse al de Las brujas de Salem, de Arthur Miller
Entonces, ¿por qué proliferan como setas las denuncias por delitos de odio?, ¿por qué los parlamentos están elaborando leyes que amenazan a la libertad de expresión -otro inapreciable avance respecto del pasado-?, ¿por qué en los campus universitarios los profesores tienen que medir sus palabras no sea que alguien se sienta ofendido y consiga que pierda la cátedra?
El feminismo radical que considera acoso sexual al piropo o las minorías que pretenden reeducar a blancos y heteros, convertidos ahora en la nueva clase opresora, nos está llevando a un clima de histeria colectiva que empieza a parecerse al de Las brujas de Salem, de Arthur Miller.
Si hay que reescribir al colonialista Tintín para no ofender a los congoleños; quemar las obras completas de Cela y Quevedo, por machistas; censurar a Huckleberry Finn, de Mark Twain, por racista; y delatar por homófobo al vecino… es que los campos de reeducación de Mao han vuelto.
Es casi imposible escribir sin aristas o expresar opiniones sin pisar callos. “Y si no puedes decir algo medianamente significativo acabas escribiendo como Paulo Coelho”. La frase es de Jorge Bustos, jefe de Opinión de El Mundo, en una reciente mesa redonda para presentar el libro de Paul Coleman, La censura maquillada. Este jurista británico sostiene que determinados grupos coartan la libre expresión de ideas que, a su juicio, consideran ofensivas para su identidad (étnica, sexual, de género, religiosa…). Y calificarlas de “discurso del odio” es un modo de cerrar el debate sin discutirlas.
El propio Bustos dio una de las claves que explican la susceptibilidad enfermiza de los nuevos censores. No es otra cosa que el narcisismo adolescente, incubado en la revolución cultural del 68, y llevado ahora al último extremo. Una revolución de niños privilegiados, criados entre algodones, a los que no faltaba de nada, pero que se rebelaban contra todo. Y que paradójicamente prohibía prohibir, pero cuya onda expansiva ha derivado en la actual censura inquisitorial.
Nunca habíamos tenido tanta susceptibilidad, porque nunca el mundo había sido tan adolescente.
Si en el romanticismo llegó el Joven Werther y sus contagiosas penas y a todo el mundo le dio por suicidarse; en mayo del 68, llegaron los melindres adolescentes y todo el mundo empezó a comportarse como el caprichoso y despótico Holden Caulfield de El guardián en el centeno.
La novela de J.D. Salinger y las protestas en los campus de Berkeley y La Sorbona contribuyeron a demoler el mundo maduro que hemos conocido desde que los niños espartanos se hacían hombres de golpe y porrazo (a veces literalmente).
Históricamente la adolescencia era como la rubeola por la que no había más remedio que pasar antes de hacerse hombrecito y dejar atrás la lírica y la autocomplacencia. Una etapa de la vida que era preciso cruzar a escape para ponerse a trabajar, formar una familia y adquirir responsabilidades.
Con tantos derechos y tan pocos deberes, no son extraños los ataques de histeria y las denuncias porque a uno le han mirado mal
De hecho, la adolescencia estaba mal vista. Pero todo eso termina con la revolución juvenil de los años 60. Por primera vez en la Historia, el mocoso se convierte en rey, al que la moda y la publicidad rinden pleitesía y los mayores empiezan a reirle las gracias. Y lo que a partir de entonces tiene mal prensa es la edad adulta y la sensatez.
Y así anda la sociedad occidental, remedando a un quinceañero, con problemas de autoestima, incomprendida e incomprensible, abrillantando el ombligo con esmero. El Continente Viejo haciendo el ridículo con el disfraz de teenager.
Como apunta Theodore Darlympe en Sentimentalismo tóxico, el sentimentalismo destruye el sentido de responsabilidad y está más cerca de lo que pensamos de la intolerancia y la violencia. En una sociedad adolescente como la actual hay pocas víctimas pero mucho victimismo. Y el de la queja es un negocio rentable para determinados colectivos.
Con tantos derechos y tan pocos deberes, no son extraños los ataques de histeria y las denuncias porque a uno le han mirado mal. Narciso es lo que tiene: que cualquier cosa hiere su sensibilidad y ve delitos de odio hasta en la sopa. De ahí al macartismo no hay más que un paso.
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