Cuando historiadores del futuro analicen el pensamiento de nuestra época, detectarán en él una gran contradicción, y se asombrarán de que hayamos podido vivir con ella. Nuestra ética y nuestra política se basan en la libertad individual, absolutizándola hasta extremos inéditos en la historia: que “cada uno tiene derecho a vivir como quiera, mientras no lesione derechos de otros” es, quizás, el dogma más intocable de nuestro tiempo. La autonomía personal es sagrada, y se atribuyen a la elección humana poderes taumatúrgicos (un mismo feto es “material biológico desechable” o sujeto de derechos según que sea deseado o no por su madre).
Sin embargo, este individualismo convive con una filosofía materialista que concibe al individuo como el producto caprichoso del azar evolutivo en un universo sin sentido. El mismo “yo” que es sacralizado por la ética libertaria resulta después negado por una antropología reduccionista que, interpretando de manera sesgada los avances de la genética o la neurociencia, concluye que no existe el sujeto, sino sólo “una asamblea de algoritmos” o un revoltijo de sinapsis cerebrales. Nuestra época rinde culto a la libertad humana… sin creer realmente en ella, pues nos tenemos por autómatas neuronales. Yuval Noah Harari lo ha reconocido honestamente en Homo Deus: “Nos permitimos creer algo en el laboratorio y otra cosa totalmente diferente en el tribunal o el Parlamento. […] Richard Dawkins, Steven Pinker y los otros […], después de dedicar cientos de páginas eruditas a deconstruir el yo y el libre albedrío, efectúan impresionantes volteretas intelectuales que milagrosamente los hacen caer de nuevo en el siglo XVIII [o sea, en el liberalismo y sus ideales humanistas]”.
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Suscríbete ahoraRémi Brague, jefe de filas del nuevo One of Us –que inicia ahora su andadura como plataforma cultural- ha reflexionado muy sugestivamente sobre esta contradicción en su libro Le propre de l’homme (2015). El humanismo, arguye Brague, ha conocido cuatro modalidades. En Grecia y Roma, el hombre cree estar separado del resto de la naturaleza por cualidades específicas que le garantizan un estatus privilegiado: animal racional, y político, y parlante, y erguido para mirar a las estrellas. En las religiones bíblicas, en cambio, el hombre no posee dignidad por derecho propio, sino porque Dios se ha acordado misericordiosamente de él -lo cual no deja de sorprender al salmista (“¿Qué es el hombre para que pienses en él?”, Salmo 8)- y, en el caso del cristianismo, ha descendido (kénosis) para compartir la naturaleza humana, enalteciéndola. La tercera modalidad es el humanismo “activista” de la modernidad, el regnum hominis de Francis Bacon: el hombre se gana la superioridad sobre el resto de la naturaleza dominándola con su ingenio científico-técnico. Y la cuarta es el “humanismo excluyente” de Marx o Feuerbach: no basta con encumbrarse a la cúspide de lo creado, sino que hay que suprimir cualquier instancia ontológica superior al hombre; para ganar su libertad, el hombre debe negar a Dios.
La misma ciencia que, se dice, acredita que los cielos están vacíos, nos revela que nuestro cerebro no es más que una máquina y que nuestra sagrada libertad no es sino un espejismo
Ahora bien, el deicidio es un crimen que no sale barato. Al destruir al Creador, el humanista excluyente-prometeico está destruyendo también la única instancia de la que podía derivar privilegios ontológicos y sentido para su existencia. Y así, el humanismo excluyente se ha convertido muy pronto en antihumanismo. La misma ciencia que, se dice, acredita que los cielos están vacíos, nos revela que nuestro cerebro no es más que una máquina, que sólo un puñado de genes nos separan de la mosca del vinagre, y que nuestra sagrada libertad no es sino un espejismo. “La ciencia moderna es a un mismo tiempo la más alta realización del hombre, la gloria del espíritu humano, y el más radical de los factores que conducen a la deshumanización”.
Poco le duró al pobre homo sapiens su delirio de grandeza. Ahora, en movimiento pendular, helo aquí cubierto de saco y ceniza, pidiendo perdón por los daños infligidos al ecosistema: existe un Voluntary Human Extinction Movement que predica seriamente la extinción de la humanidad, para que el planeta “descanse de la excepción humana” y Gaia recupere su equilibrio edénico. Sin llegar a esos extremos, importantes organismos internacionales parecen empeñados en reducir la población mundial a través de la extensión del aborto y la promoción de un feminismo del resentimiento, incompatible con la familia y la maternidad. Transhumanistas y posthumanistas, por su parte, postulan, no ya la extinción, sino la superación de la especie humana, que será sucedida por el superhombre genéticamente mejorado, el cyborg o la inteligencia artificial. Los toscos cerebros de carbono serán reemplazados por indestructibles cerebros de silicio. La historia de la vida sobre la Tierra no habría sido más que un largo desvío a través del cual la materia inorgánica consigue por fin acceder al pensamiento (pero, una vez subida a la azotea, puede tirar la escalera: ¿han visto Terminator?). El sentido de la existencia humana habría estribado en prepararle el camino a la inteligencia mineral: lo atisbó ya el visionario Erewhon de Samuel Butler (1872).
Nos acercamos, pues, a un momento histórico en el que habrá que decidir si merece la pena que siga habiendo hombres sobre la Tierra; si tiene valor intrínseco el bípedo implume de 46 cromosomas y ochenta años de vida. Los cientos de millones de contemporáneos que han renunciado a reproducirse –la tasa de fecundidad mundial sigue desplomándose lustro tras lustro- parecen creer que no. También los miles de jóvenes de los países ricos que se dan la muerte por su propia mano (el suicidio es ya la causa de muerte más importante en ciertas franjas de edad).
El salmista se asombraba de que “Dios se acuerde del hombre”; ahora, parece concluir Brague, el hombre tendrá que acordarse de Dios si quiere volver a encontrar sentido a su existencia. La pregunta “¿por qué debería haber hombres sobre la Tierra?” carece de respuesta si no hay un proyecto divino. Si la aventura humana ha de continuar, necesitamos volver al Dios que le ordenó al universo “sé” (yehi, fiat), que aseguró que lo creado era “muy bueno” (en el sentido de “bueno para” o “aceptable como punto de partida”, como bellamente explica Brague) y que le dijo al hombre que creciese y se multiplicase. Cuando pensamos que sería mejor no haber nacido, siempre podemos volver al profeta Jeremías, musicado por el gran Thomas Tallis: “Jerusalem, convertere ad Dominum Deum tuum”. Y la legitimidad de lo humano queda restaurada.