A darle caña al ateo

    No creo que haya que ir con esos ánimos a argumentar con nadie, sino más bien con una actitud de búsqueda sincera de la verdad por ambas partes.Jesús en los Evangelios les hablaba con dureza y hasta con condena, pero era porque había agotado todos los recursos con ellos.

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    Hace unas semanas me invitaron a participar en un debate en televisión con el presidente de una asociación de ateos. Acepté ir con gusto, porque disfruto cuando hay una conversación de este tipo de temas, en los que se toca algo tan profundo, crucial y apasionante. Así que decidí compartirlo en mis redes sociales, en parte para promocionar el programa y en parte para pedirle oraciones a la gente, con el fin de que mis palabras y argumentos fueran acertados.

    Todos los mensajes que me llegaron fueron de ánimo y de apoyo, pero había algunos de ellos –los menos, he de decir- que me parecieron que eran de “demasiado” apoyo. “A por él, Álex”; “seguro que te lo comes”; “dale caña al ateo”, y demás. La verdad es que me quedé un poco sorprendido, porque yo no iba al debate con la intención de “comerme” o de “darle caña” a nadie, fuese ateo o creyente. Es más: no creo que haya que ir con esos ánimos a argumentar con nadie, sino más bien con una actitud de búsqueda sincera de la verdad por ambas partes.

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    Es cierto que el propio Jesús, en los evangelios, sí “dio caña” a algunas de las personas con las que discutió, pero lo hizo después de tratar de argumentar y de proponer su mensaje. Una vez que sus interlocutores se enrocaban en la mentira y en el orgullo y, por su soberbia, eran incapaces de reconocer la verdad, les hablaba con dureza y hasta con condena, pero era porque había agotado todos los recursos con ellos. Quizás, tratarles ahora de esa forma era la última oportunidad de convertirles y salvar sus almas.

    Me pregunto si, en ocasiones, no nos pasará a los cristianos lo que a San Pedro, que, al ver rodeado y maniatado a su Señor, “desenvainó la espada  e hirió al siervo del sumo sacerdote, y le cortó la oreja derecha. El siervo se llamaba Malco” (Jn 18, 10). Nos convertimos así en una suerte de activistas de la fe, donde lo importante es defender la verdad –cosa que está muy bien-, pero viendo siempre en el oponente un enemigo a batir –cosa que ya no es tan buena-.

    Un buen amigo mío, que trata de no dejarse llevar en la vida por sus inclinaciones homosexuales, me comentó recientemente el debate que hubo en su grupo de parroquia sobre la homosexualidad. La mayoría de los jóvenes que estaban allí hablaban desde el respeto y la caridad evangélica, pero también había otros que ridiculizaron a las personas con estas tendencias.

    Mi amigo, que trata de llevar este tema con discreción, se sintió dolido, pero no dijo nada. “Es extraño”, me confesaba. “La Iglesia, la comunidad, es donde todos nos deberíamos sentir en casa, pero estos creyentes, en ocasiones, te lo ponen difícil”, señalaba. Él no hablaba de rebajar las exigencias del Evangelio ni de cambiar el Catecismo, sino, simplemente, de que se respetara, se apoyara y se quisiera a las personas que, como él, tenían estas inclinaciones no deseadas.

    Así que no, no quise ir al debate de televisión “a darle caña al ateo”, sino a exponer lo que creo que es la verdad de la vida y de la existencia, que nos ha sido revelada en Jesucristo. Y también, claro que sí, a descubrir, aprender y apreciar todo lo que de bueno, bello y verdadero hay en la experiencia vital de las otras personas.

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