
Dice Aquilino Duque que gracias a don Juan de Borbón ha intentado escribir sus memorias políticas, del mismo modo que gracias a Pepe Luis Vázquez escribió sus memorias taurinas y a Antonio Mairena sus memorias flamencas. Tres actividades en las que desempeñó el papel que ejercen los escritores de verdad: el de espectador.
Por los ojos de Aquilino Duque han pasado gran parte de los personajes de la segunda mitad del siglo XX español. Uno de ellos fue don Juan de Borbón, una de esas figuras a la que la Historia reservó aquello de ‘lo que pudo haber sido y nunca fue’.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraEl padre del Rey Juan Carlos aparece en «Una cruz y cinco lanzas” (editorial Renacimiento) como ese eterno aspirante a la corona que, si nunca reinó, fue en gran parte gracias a la interesada camarilla que tantos años merodeó Villa Giralda.
Duque, que se confiesa monárquico por razón poética, dice que Don Juan -al que reconoce tener simpatía- tuvo que cargar durante cuarenta años con la cruz de haber apoyado al bando nacional durante la Guerra Civil.
El ‘San Pablo de la españolidad’
«Don Juan cargó con su cruz durante cuarenta años, los que tardó Moisés en cruzar el desierto, y, si no murió, como Moisés sin pisar la tierra prometida, sí que hubo de resignarse a que fuera su hijo el que recogiera el fruto de sus afanes».
También realiza el autor un breve ejercicio de memoria histórica por la II República, período que suscita la generosidad en Duque al hablar de la familia Borbón. «Los Borbones serán lo que sea, pero una familia que, de la noche a la mañana, cae de la cima a la sima, es digna de la mayor conmiseración».
Cosa distinta, sin embargo, son las lanzas que Aquilino Duque rompe en favor de Marcelino Menéndez Pelayo, ese gigante de la Hispanidad sepultado bajo el olvido de la modernidad. Ya por eso merece la pena acercarse a este ‘San Pablo de la españolidad’, como lo define Duque.
«Dicho de otro modo, don Marcelino fue una especie de apóstol de los gentiles; su doctrina de la cultura española no era nacionalista, sino católica, es decir, universal. No se dirigía en exclusiva a sus compatriotas y correligionarios, sino a todos aquellos a quienes participasen en una tradición y una historia comunes».