En lo que va de año, la taquilla de la gran industria cinematográfica americana ha sido, por emplear un adjetivo de moda, deplorable: los ingresos del verano han sido inferiores en un 16% al mismo periodo del año anterior, la mayor caída de los últimos años, mayor incluso que el alarmante bache del 14,6% de 2014.
Va a ser la primera vez desde 2006 que no se llega a un recaudación de 4.000 millones dólares.
Más: según comScore, los ingresos para todo el año rondarán los 3.780 millones, un descenso del 15,7%.
La asistencia a salas alcanzará casi con seguridad un récord negativo de los últimos 25 años. Un desastre, para entendernos, que agudiza una crisis que el cine arrastra hace años.
Hollywood ha tenido años malos antes, pero este parece marcar un inevitable declive, como lo han entendido los inversores al mandar al cuerno la cotización de los grandes estudios.
Naturalmente, se multiplican como setas las sesudas explicaciones por parte de los expertos del sector, todas ellas muy lógicas y razonadas: una industria que lo apuesta todo a secuelas de ideas ya probadas con presupuestos elefantiásicos, la brutal competencia que para el espacio de ocio le hace el sector de videojuegos, la inflación del precio del billete…
Y todas ellas son, ya digo, perfectamente razonables y casi con toda seguridad han contribuido a la debacle.
Pero quiero proponer otra razón para esta decadencia, una que me parece tan de sentido común que me atrevería a situarla, al menos, en el Top Ten de las causas del declive: nadie paga para que le insulten ni para que le sermoneen.
Dicho de otro modo: Hollywood hace tiempo se convirtió en el brazo cinematográfico de la enorme máquina de propaganda con la que la élite cultural trata de meternos a capón su retorcida visión del mundo.
Ya sé, ya sé: todo es dinero. Hollywood es una industria, un sector económico, y está a ganar dinero.
En el mercado, o ganas o desapareces, y para ganar hay que satisfacer al consumidor y darle lo que demande.
Si el americano medio es religioso, Hollywood pinta al clero como seres hipócritas; si el americano medio valora la familia, Hollywood presenta a la familia como una sentina de crueldades y vicios secretos
Todo muy lógico, pero no del todo cierto. Hace ya años, el experto analista Michael Medved llevó a cabo un estudio sobre un universo suficientemente alto de películas y descubrió que las ‘toleradas para todos los públicos’ eran abrumadoramente más rentables que las ‘películas para mayores’, y no porque los niños fueran más al cine, porque incluso los adultos favorecían las primeras sobre las segundas.
Y, sin embargo, los estudios no solo seguían haciendo esas películas ‘controvertidas’ que se convertían en fracasos de taquilla, sino que les dedicaban especial entusiasmo, recursos, promoción y premios.
Podría decirse, incluso, que las películas de ‘sana diversión’ las utilizaban como máquinas de hacer dinero para financiar las otras. Es decir, el Extraño Caso de Empresas Empeñadas en Perder Dinero.
He hablado de ‘insultar’ y ‘sermonear’, y lo explico.
En la ‘América profunda’, la que ha elegido a Trump, para entendernos, hay más salas de cine que en las costas ‘progresistas’.
Pero Hollywood es sólidamente progre, como puede comprobarse fácilmente con las declaraciones políticas de sus estrellas o el apoyo que dan invariablemente al candidato demócrata en bloque en cada campaña, y aborrece precisamente el prototipo de habitante del Medio Oeste.
Es decir, odia a su público objetivo, y apenas desaprovecha guión para ridiculizarlo.
Si el americano medio es religioso, Hollywood pinta invariablemente al clero como seres hipócritas y viciosos; si el americano medio valora la vida en familia, Hollywood se complace en presentar la familia como una cárcel o una sentina de crueldades y vicios secretos; si el americano medio es patriota, Hollywood ridiculiza el patriotismo y lo asocia al fascismo y al supremacismo. Y así sucesivamente.
Al final, naturalmente, el consumidor se harta.
La idea genial en los últimos años ha consistido en resucitar viejos títulos y reversionarlos cambiando sexos, razas y orientaciones sexuales
Pero luego está la otra parte. Imagine que es usted un americano progresista que aborrece a Trump y maldice sus pompas y sus obras.
Estados Unidos, un país inmenso, tiene millones de estos tipos, aunque muchos menos en posiciones tan extremas como las que suele vender Hollywood.
Pues bien, tampoco estos tienen un incentivo para ir al cine. Cuando la propaganda es demasiado descarnada, cuando el ansia por estampar la moraleja es demasiado fuerte, cuando la motivación ideológica se impone a cualquier otra, el resultado es invariablemente un producto mediocre, poco creativo, insultante para la inteligencia y, sobre todo, lo imperdonable: aburrido.
Ayunos de imaginación y buenos guiones, por ir algo más a lo concreto, últimamente hemos visto que la idea genial de los cineastas en los últimos años ha consistido, mayormente, en resucitar viejos títulos y reversionarlos cambiando sexos, razas y orientaciones sexuales para ganar el aplauso de los exquisitos del régimen. El resultado en taquilla, ya lo estamos viendo.
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