Cruda realidad / La gran noche de no ver los Oscar

    La gala se ha convertido en una excusa para que nuestra aristocracia versallesca nos recuerde lo atrasados, ignorantes y atrasados que somos todos los demás. Nada, pero que nada que ver con el cine. Al menos, con su calidad.

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    De izquierda a derecha, los ganadores del Oscar 2019 Rami Malek, Olivia Colman, Regina King y Mahershala Ali. / EFE
    De izquierda a derecha, los ganadores del Oscar 2019 Rami Malek, Olivia Colman, Regina King y Mahershala Ali. / EFE

    Una de las tradiciones nuevas en mi vida, de los hábitos que estoy solemnizando como tradiciones en los últimos años, está la de esperar ansiosa la Gala de los Oscar para no verla. Suena retorcido, lo sé, pero es en homenaje a mi infancia y al amor al cine que se respiraba en mi casa.

    Hay muchas razones para aborrecer el dominio de la progresía ideológica en Occidente, y aquí hemos explicado unas cuantas, pero no es la menor de ellas, en mi opinión, que nada quede a salvo de sus furiosas monomanías, que no dejen un rinconcito libre, una actividad intacta, un festival o concurso o similar que podamos disfrutar por sí mismo, por amor a lo que supone, sin referencia alguna a la política.

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    Las estadísticas me indican que no soy, en absoluto, única en mi propósito: la gala, antaño récord de audiencia en el planeta entero, pierde espectadores a espuertas cada año, y sospecho que los cinéfilos de corazón han sido los primeros en desertar. ¿Qué tienen que ver los premios con la calidad cinematográfica, si cada año preceden cada edición con un ‘bombardeo de alfombra’ de estadísticas mostrando las mujeres, los negros, los hispanos, los homosexuales, los transexuales, los X que no están debidamente representandos entre los galardonados?

    Una tiene más probabilidades de acertar con el número de estatuillas que se llevará una cinta midiendo el número de víctimas autodesignadas que contiene que juzgando su calidad

    La gala se ha convertido, como esa versión aldeana de los Goya, en una excusa para que nuestra aristocracia versallesca nos recuerde lo atrasados, ignorantes y atrasados que somos todos los demás, lo mucho que se preocupan ellos por nuestra mejora moral, lo mucho que sienten todo y lo mal que agradecemos sus desvelos.

    Hace tiempo que nos acostumbramos a que los premios fueran esto, un modo que tiene la elite de reconocer las ideas correctas, y la Academia Sueca precedió en esto a la del cine. Es pedagogía continua, a todas horas, desde todos los frentes. Y la víctima son los amantes del buen cine, que tienen que rebuscar entre los clásicos para gozar de su vicio culpable sin buscar moralejas.

    Nada, pero que nada que ver con el cine. Al menos, con su calidad. Una tiene más probabilidades de acertar con el número de estatuillas que se llevará una cinta midiendo el número de víctimas autodesignadas que contiene -y su importancia relativa en el mercado de valores de la empatía progre- que juzgando su calidad. La pregunta de cada año relativa a los Oscar ya no es qué obra es la mejor, la más cuidada, la más sorprendente, la excelente, sino qué causa se premiará este año con más galardones.

    Una piensa que el fin está cerca, que no se puede disparatar más, que esto no da más de sí, pero la realidad le sorprende

    Este año han ido a lo seguro, a un viejo favorito que nunca pasa de moda, el racismo. Al progrerío no le basta que el pueblo americano haya llevado dos veces a la Casa Blanca a un miembro de una minoría que representa solo el 13% de la población; se empeñan en vivir en su mundo imaginario de un país siempre al borde de la amenaza fascista en el que los negros beben en fuentes distintas de los blancos.

    Es la misma narrativa que hizo a los medios ‘picar’ cuando Jussie Smollett, un actor que cuenta entre sus principales méritos al estrellato ser negro y homosexual, denunció haber sido atacado por unos tipos con gorras MAGA -ya saben, las de Trump- por ser, lo han adivinado, negro y homosexual.

    El caso dio para entrevistas e incontables y muy serios editoriales y tribunas advirtiéndonos de que eso es lo que pasa cuando se vota a gente como Trump y se ignora la alerta antifascista que todo buen progresista debe mantener encendida 24/7. Nadie dudó, aunque cualquiera con dos dedos de frente podía haber aconsejado, como mínimo, cautela. Y no solo porque el episodio era demasiado perfecto, demasiado sueño húmedo de progresista enloquecido, a mil millas de la realidad americana, sino porque a este le han precedido tantos fraudes jaleados por la prensa que ya deberían sospechar de entrada.

    Y, sí, claro, era un fraude de libro. Smollett pagó a unos extras para escenificar el ataque, según ha demostrado la Policía. Pero es que justo antes habían dado por bueno que un chaval con la misma gorra, asistente a la Marcha por la Vida en Washington, se había estado burlando de un pobre indio anciano, veterano para más inri, cuando el caso fue el inverso. Y la lista de fraudes de este tipo, de gente que pinta esvásticas con mensajes amenazantes en la pared de su propia casa y casos por el estilo, con el consiguiente escándalo de la prensa, se cuenta ya por decenas, literalmente.

    Una piensa que el fin está cerca, que no se puede disparatar más, que esto no da más de sí, pero la realidad le sorprende. Los Oscar seguirán así, año tras año, cada vez más ignorados por el público, cada vez más alejados del cine, cada vez más sermoneantes y progresistas. Y yo seguiré marcándolo en mi calendario para no verlos.

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