El otro día en la ceremonia de los Globos de Oro, Meryl Streep lanzó el esperado sermón contra Trump, sus pompas y sus obras, y se supone que eso es noticia.
En realidad, lo verdaderamente insufrible no es ver a estos histriones multimillonarios en su burbuja de oro dando lecciones al americano común sobre cómo debe pensar y vivir, sino la actitud, esa pose de estar arriesgando poco menos que la vida oponiéndose al poder cuando en realidad son ninos mimados que siguen dóciles y al pie de la letra el guión de la modernidad.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
Suscríbete a Actuall y así no caerás nunca en la tentación.
Suscríbete ahoraEn todo caso, la noticia es que Donald Trump haya respondido en Twitter calificando a Streep como la actriz más sobrevalorada de América.
Lo aplaudo, no porque coincida con su opinión –me encanta Meryl Streep como actriz-, sino porque lo verdaderamente noticioso, lo inédito, es que uno de los políticos a los que arrojan sus proyectiles los faranduleros se haya atrevido a replicar, algo equiparable, sino a la blasfemia, sí a la grave irreverencia en nuestra religión laica.
Me sangra el corazón al pensar que, por culpa de los malvados designios de Trump contra la inmigración ilegal, Meryl y sus colegas de Beverly Hills tengan que pagar más para conseguir jardineros y doncellas
No seré yo quien critique en sí la postura de la Streep; es muy dueña de defender lo que defiende, y me sangra el corazón al pensar que, por culpa de los malvados designios de Trump contra la inmigración ilegal, ella y sus colegas de Beverly Hills tengan que pagar más para conseguir jardineros y doncellas. Pero sí me permito criticar, además de su suprema arrogancia, su monumental hipocresía.
A la Streep se la puede ver en una ceremonia anterior poniéndose de pie para homenajear al cineasta Roman Polanski, hallado culpable de violar con más de cuarenta a una niña de 13 años.
Si eso no es una confesión tácita de que las estrellas tienen derecho de pernada y están por encima de las leyes que nos afectan a los comunes no sabría cómo llamarlo; ¿es la pederastia o la violación lo que la actriz encuentra digno de aplauso?
Pero no era ese el asunto del que quería tratar. Streep hizo mucho hincapié en la imitación burlesca que Trump habría hecho de un periodista discapacitado, una burla que Trump ha negado en repetidas ocasiones.
Pero dejémoslo estar. Es, sin embargo, raro que dada su enternecedora empatía por los disminuidos no tuviera una palabra, una referencia de pasada, al joven diagnosticado con esquizofrenia que fue torturado durante media hora por cuatro salvajes que además de golpearle y humillarle tuvieron el descaro de presumir de su hazaña grabando su acción y subiéndola a Facebook.
Y si se preguntan por qué Streep dejó escapar tan oportuna y evidente ocasión de desplegar su empatía, ya se lo cuento yo: porque la horrible ordalía contradice toda la narrativa que Hollywood, como los medios, llevan décadas vendiéndonos.
La víctima es blanca; los perpetradores, cuatro, son negros. Para mayor contratiempo, le obligan a gritar «¡Que se j***n los blancos!» y «¡Que se j***a Trump!». Es decir, lo que de ninguna manera puede haber pasado.
Es difícil negar lo que está grabado en vídeo, lo que cualquier puede ver. Es difícil sostener -aunque se ha intentado- que son solo ninos (todos son mayores de edad) gastando una novatada, nada que ver con el racismo o la política, o que en realidad le atacan por ser un disminuido (ningún sinónimo más o menos vulgar o injurioso de ‘disminuido’ se oye en el vídeo, pero sí ‘blanco’, sí ‘Trump’, varias veces).
No pretendo que sea un caso normal (es decir, espero que no lo sea), ni siquiera que sea la noticia más importante o el atentado más cruel de lo que llevamos de año, ni siquiera el de la semana. No, lo que hace realmente significativo el suceso, lo que lo hace alarmantemente relevante, es el hecho de que los autores de esta crueldad la hicieran pública del modo más evidente posible, a través de la megarred social Facebook.
Porque eso indica no solo que no sentían remordimientos, que no pensaban estar haciendo nada malo, sino que presumían que el público, quien viera lo que hacían, les haría un guiño de complicidad, reiría con ellos.
Los tiranos de todas las épocas siempre han visto en la natural empatía humana un obstáculo, y por eso el sistema empleado para que el pueblo acepte el exterminio y la humillación del enemigo sin problemas es deshumanizarlos previamente.
Si no se les ve como seres humanos, es más fácil aplastarlos. En ‘El Judío Eterno’, una exitosa película de propaganda nazi, se yuxtaponen imágenes de judíos polacos con otras de ratas o cucarachas. No son personas, son plagas.
Tampoco los ‘kulaks’ eran personas para Stalin, o los burgueses para Lenin. Teólogos puritanos dictaminaron que el negro era solo tres quintas partes humano, de modo que su esclavitud estaba justificada.
Así, hasta llegar a ese ‘cúmulo de células’ con que se denomina al feto humano -humano, doña Bibiana- para descuartizarlo y, si ocasión hubiere, vender las piezas, sin quebraderos de cabeza, como si usted o yo o el autor de la brillante frase no pudiéramos ser igualmente identificados como ‘cúmulos de células’.
Esta deshumanización la está fomentando una progresía irresponsable contra quienes han nacido con el sexo, la raza, la religión o la orientación sexual erróneas, es decir, blancos heterosexuales y cristianos
Y esta deshumanización la está fomentando una progresía irresponsable, interesada y -porque son en su mayoría varones blancos- masoquista contra quienes han nacido con el sexo, la raza, la religión o la orientación sexual erróneas, es decir, varones blancos heterosexuales y, horror, cristianos.
Mientras cualquiera que haga un comentario que una feminista pueda retorcer para ofenderse provoca un torrente de excusas, cualquier puede leer en redes sociales llamamientos al exterminio del macho sin que los o las perpetradoras tengan que temer represalias.
Y, en Estados Unidos, pedir el genocidio de los blancos o celebrar su desaparición a medio plazo se está haciendo tan vulgar que ha perdido su efecto violento. Una lo lee ya como si fuese lo obligado, lo normal, lo esperable.
Pero es absurdo poner cadalsos a las consecuencias cuando se han levantado tronos a las causas, escandalizarse de que las ideas mil veces repetidas acaben calando y las supuestas víctimas, a quienes se ha dicho una y otra vez que tal o cual grupo tiene la culpa de todos sus problemas, pasen, como ahora, a la acción.