En los Oscar 2017 hay un poco de todo. No todas sus decisiones son injustas, algunas parecen acertadas, pero otras son francamente sorprendentes y otras sencillamente inexplicables.
1. Que el Oscar es un premio político –como apunta Víctor Gago, igual que otros muchos galardones –el Nobel de la ¿Paz? a Obama, el que se cargó a 6.000 civiles en Oriente Medio o a los ex terroristas Yasser Arafat (palestino) y Menahem Beguin (judío).-
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraPor eso se lo han dado a Moonlight, de Barry Jenkins, quintaesencia de lo políticamente correcto al contar la peripecia de un negro gay (y con un actor musulmán Mahershala Alí). Negro y gay.
Igual que en 1967, se llevó la estatuilla En el calor de la noche, de Norman Jewison, sobre un policía de color (Sidney Poitier) cuando más candente estaba la batalla de los derechos civiles contra la segregación racial.
O en 1991 se lo dieron al mejor guión por Thelma y Louise, de Ridley Scott, cuando el feminismo se disponía a asaltar la agenda de Naciones Unidas. Modas… ya saben
2. Que lo cortés no quita la valiente. Esos premios políticos o dictados por las modas culturales son muchas veces forzados, sin justificación artística (véase el pestiño de Titanic, que como se llegó a decir coloquialmente solo flota cuando se hunde). No es el caso: Moonlight es una película de calidad, que trata sobre un chico homosexual pero con hondura dramática, sin coartadas políticas ni reduccionismos militantes.
No estamos por tanto ante una obra oportunista de la causa gay, aunque es inevitable que el lobby LGTB trate de arrimar ahora el ascua a su sardina.
3. Que al musical se le pasó el arroz hace siglos.- Es, sin duda, uno de los géneros más genuinamente cinematográficos (al fusionar ópera y zarzuela, danza y pintura, comedia y drama) en un espectáculo agradecido y colorista que ha dado grandes obras maestras (de Cantando bajo la lluvia a Cabaret, pasando por West Side Story).
Pero al musical le ha pasado lo que a otro género genuinamente cinematográfico (el western)… que ha desaparecido casi sin dejar rastro. Y los intentos por resucitarlo son aislados y sin recorrido (Chicago, Todos dicen I love you).
Sin restarle mérito, que lo tiene, La La land, es un Frankenstein tan artificioso como fue reconstruir extemporáneamente el cine mudo con The Artist. Y que bordea constantemente la ñoñería, el talón de Aquiles del género que convierte en insufribles lo que hace unos años eran clásicos.
El mensaje de ‘Manchester frente al mar’ tiene un punto de incorrección política: al final siempre nos quedará no París… sino los lazos de la sangre
4. Que cuando todo se hunde… queda la familia.- El que sí es justo y archimerecido es el Oscar al mejor actor, Casey Affleck, por su conmovedor papel en Manchester frente al mar, un dramón bien hilvanado por el director Kenneth Lonergan.
El hermano pequeño de Ben Affleck encarna a un taciturno fontanero de Massachussetts que se hace cargo de su sobrino. Una historia sombría y pesimista, pero cuyo mensaje –por fin- tiene un punto de incorrección política: que al final siempre nos quedará no París, sino los lazos de la sangre: la familia.
5. Que el patriotismo y la épica no se lleva esta temporada.- Menosprecio y ninguneo para Hasta el último hombre, lo mejor de Mel Gibson en muchos años, que se queda con dos marías: dos Oscar técnicos –montaje y montaje de sonido-. Premiar al sonido cuando estaba nominada a la mejor película es tan injusto como el Oscar homónimo con el que se tuvo que conformar ese monumento que es La diligencia, de John Ford, en 1939.
El problema es que Gibson es anti-establishment, va por libre, es patriota y ejerce, y tiene valores y valor. Pero la épica tiene mala prensa y su magnífico film sobre la batalla de Okinawa, sobre un hombre con principios (Andrew Garfield) se tiene que conformar con el vergonzante Oscar al mejor sonido -¿será por el ruido de los casquillos: ta-ta-ta-ta…?-
6. Ni tampoco la complejidad de Scorsese con el controvertido Silencio.- La Academia no está para dibujos teológicos, como los que se marca el italoamericano con la unamuniana Silencio, basada en la novela homónima de Shusaku Endo. Una reflexión sobre la fe, el martirio y la apostasía que, al margen de su indiscutible calidad, ha merecido opiniones a favor, como la Juan Manuel de Prada y en contra, como la de Candela Sande.
Paradójicamente, Scorsese se ha quedado sin una migaja de Oscar por uno de los filmes más ambiciosos de su carrera, cuando lo ganó en cambio por un trabajo menor –como Infiltrados (2007)-.
Es su sino: la Academia prefirió dárselo en 1981 a Ordinary people, en lugar de la mucho más potente y magistral Toro salvaje.