
Así cantaban los de La oreja de Van Gogh: “Te voy a escribir la canción más bonita del mundo”, y les salió una buena canción, aunque estuvo lejos de ser la mejor de su discografía.
Y, quizás sin darse del todo cuenta, los de La oreja presentaron una tentación común entre todos aquellos que se dedican a crear, bien sea una melodía, un libro, un artículo, una escultura, una pintura, el último modelo de iPhone o cualquier obra que precise de creatividad: la de querer crear una obra inmortal que aplaudan todas las generaciones. Si no, parecería que no vale la pena.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahora¿Qué creador se conformaría con pergeñar unas ideas para un libro o pintar un cuadro si supiese que no iba a cosechar un gran triunfo? ¿O qué periodista se sienta a escribir su crónica sin el deseo de que sea leída y comentada al día siguiente?
Hasta los adolescentes (y no tan adolescentes) se muestran ansiosos por ver si la última foto que han subido a Instagram pasa de no-sé-cuántos “Likes”. (El otro día, un conocido me pidió por wassapp que “likeara” su foto. Ya, hasta hemos inventado el verbo para la ocasión…).
La tentación de crear “la canción más bonita del mundo” está presente, seguramente, en las almas de casi todos los creadores
En fin, que la tentación de crear “la canción más bonita del mundo” está presente, seguramente, en las almas de casi todos los creadores. Y, claro, los genios que han conseguido alcanzar lo sublime y lo excelso son muy pocos.
Sólo hay un Miguel Ángel, un Leonardo, un maestro como el que creó las líneas purísimas de la iglesia de San Martín en Frómista o un Steve Jobs con sus ingenios electrónicos. El resto de creadores pueden ser muy buenos o simplemente buenos, pero no serán genios extraordinarios.
El otro día me quedé observando un pequeño cuadro de un paisaje. Era agradable: el artista –un perfecto desconocido- había plasmado en el óleo una escena de un río con una pequeña cascada y una vieja casa en la orilla. La composición era buena; las proporciones, correctas, y la gama de colores, acertada. Y ahí estaba el cuadro, en el pasillo de un hotel, aportando un palmo de belleza y arte.
No era una obra que apareciera en los libros de historia del arte, y seguramente ningún estudioso se haya fijado en ella. No era un goya, ni un rembrandt, pero ahí estaba, aportando belleza y haciendo este mundo un poquito mejor. A mí me proporcionó unos instantes de paz y armonía y una caricia de belleza. ¿Había logrado el autor su cometido? Yo creo que sí.
El mundo está hecho de pequeñas obras fruto del talento y el ingenio humano. No hay más que fijarse para verlas. El seto recortado con cuidado, una puerta de madera fabricada con esmero por un artesano, el Smartphone que llevo en el bolsillo, esa lámpara de cristales de colores colgada del techo que aporta luz y alegría, las lentejas que sazona con gusto y acierto una madre para su familia. Ninguna de esas obras ha salido de manos de un genio excepcional, pero sí de alguien con talento y deseos de hacer las cosas bien.
Ésta es una de las ideas que expone David Summers en su libro “Hoy me he levantado dando un salto mortal”. El vocalista y compositor de Hombres G es, además de un conocidísimo cantante, un escritor muy interesante por las cosas que dice.
Él, cuando compone y crea, busca sacar lo que le bulle dentro y cree que es hermoso. No sabe si gustará al público o no, pero eso no le preocupa demasiado: él quiere crear.
Summers posee un inmenso talento para componer canciones, y lo pone al servicio de los demás
Summers posee un inmenso talento para componer canciones, y lo pone al servicio de los demás. La mejor recompensa es ver que la gente se divierte y pasa un buen rato con mi música, afirma. Luego, esas personas vuelven a sus casas un poco más felices porque han pasado un buen rato y han olvidado sus problemas. Y eso le vale.
Por eso, tal vez todo creador no debería perseguir componer “la canción más bonita del mundo”, sino aportar belleza, ingenio, armonía, bondad y verdad, aunque sólo sea por unos instantes, a las personas que disfrutan de su obra.
Les voy a confesar cómo ha nacido este artículo que están leyendo. Hace unos días, me desperté en medio de la noche y me vino el título de la canción de La oreja de Van Gogh: “Te voy a escribir la canción más bonita del mundo”. Hacía un tiempo, además, que me venía rondando por la cabeza la idea de no buscar alcanzar la inmortalidad de los genios en cada uno de los artículos que escribo. Porque yo, pobre mortal, también siento esa tentación.
Y ahí me quedé, a altas horas de la madrugada, uniendo esas dos ideas y dictándole a mi iPhone unas ideas sueltas para después enlazarlas en este artículo.
Ya lo sé; el mío no es “el escrito más bonito del mundo”, pero si a usted, querido lector, le ha servido para aportarle un poco de luz, de entretenimiento, de asueto durante este tiempo que le ha dedicado y, quizás, hasta una pequeña sonrisa, habrá cumplido su cometido.