Enfilamos Arturo Soria. Hacía calor, mucho calor en Madrid aquella tarde de agosto de 2014. La temperatura no animaba a alejarse del aparato de aire acondicionado. Tampoco la premura de la convocatoria, apenas habíamos avisado a la gente con unas horas de antelación.
Y no auguraba nada bueno el silencio sobre aquel genocidio en los medios de comunicación españoles y en demasiadas instituciones y organismos oficiales.
Hacía un par de semanas que los asesinos del Estado Islámico habían tomado la llanura de Nínive, en Irak.
Gracias a la prensa de la zona, con consternación creciente fuimos aprendiendo nombres desconocidos hasta entonces, Qaraqosh, Mosul, Bartella, Telskuf, y nos enteramos de que allí estaba enterrado el profeta Jonás y que el Jardín del Edén no quedaba lejos y que la torre de Babel se levantó en aquellas tierras.
La patria de Abraham, la tierra más rica en Antiguo Testamento, estaba siendo masacrada por un grupo de asesinos que iba a cambiar en pocos meses el horizonte del terrorismo en todo el mundo.
Pero en España nadie decía nada. «El calor», nos decíamos unos a otros tratando de justificar silencios que clamaban al cielo. «Las vacaciones».
Una mañana nos despertó la primera imagen grabada de las atrocidades del Estado Islámico. Las televisiones españolas empezaron a informar, aunque de ese modo vergonzoso que caracteriza lo que las televisiones españolas llaman «información»: ofrecían las imágenes que sabían que aumentarían sus audiencias, las torturas, los asesinatos, los degollados. Pero a la hora de explicar qué, quién, contra quiénes y por qué, pasaban a sucesos.
Y las imágenes del horror no rompían el silencio terrible del Gobierno, de significativas instituciones civiles y religiosas, de las habitualmente muy soliviantadas oenegés y las organizaciones humanitarias.
Tan defensoras de los derechos humanos… de unos pocos.
Tan pacifistas… excepto en las guerras en las que mueren víctimas que no reconocen como tales.
A pesar del calor, de la precipitación, del silencio y la soledad, de nuestro más que humilde tamaño y escasos recursos, decidimos salir a la calle para llamar la atención sobre el genocidio que el Estado Islámico estaba cometiendo.
Bueno, si he de ser sincero, en realidad salimos a la calle por pura impotencia. Porque resultaba imposible seguir recibiendo aquellas noticias sin hacer tratar de hacer algo. Y bueno, ya sabes, porque nos llaman «ultracatólicos» e imagino yo que los «ultracatólicos» hacemos estas cosas un poco raras, como plantarnos una tarde de agosto delante de la embajada de Irak mientras quienes deberían haber movilizado a la opinión pública estaban de vacaciones, o vete a saber.
A los «ultracatólicos» también nos pasan cosas maravillosas. Por ejemplo, que de repente la plaza frente a la embajada se llenó de gente. ¿De dónde salían si Madrid estaba vacío?
Por ejemplo, que al rato de estar rezando por las víctimas del Estado Islámico apareció el embajador y se sumó a la oración. Luego nos explicó que era cristiano caldeo y su familia estaba en Mosul, en plena ofensiva yihadista.
Por ejemplo, que empezaron a llegar montones de cristianos evangélicos (imagino que ellos también «ultraevangélicos»).
Por ejemplo, que se unieron a nosotros grupos de musulmanes y ciudadanos iraquíes residentes en Madrid.
Luego vino Campamento Irak, otra de esas cosas raras que hacemos los «ultracatólicos», y los campos de refugiados de Naciones Unidas, y tantas oenegés preocupadas por la «vida sexual y reproductiva» de las mujeres a las que ayudaban, y los niños de Suleimaniya, y las misas caldeas del Padre Jens y tantas, tantas bendiciones.
Ni HazteOir.org, ni MasLibres.org fueron lo mismo después de todo aquello. Rezo para que eso continúe siendo así.
In šāʾ Allāh, dicen en Irak. Si Dios quiere.
Esta semana se cumple el cuarto aniversario de la ocupación de la llanura de Nínive por la yihad del Estado Islámico. A algunos de los que estuvimos allí, el testimonio de los cristianos perseguidos por esa secta disfrazada de religión nos cambió la vida.
Shukraan Lilrab. Gracias a Dios.
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