Como era de esperar, la última obra del director Martin Scorsese está causando polémica. Algunos espectadores y comentaristas sostienen que Silencio, basada en la novela homónima de Shusaku Endo, es demasiado ambigua respecto a la fe, y que incluso puede decirse que defiende la apostasía.
Otros, sin embargo, creen que se trata de una obra doctrinalmente correcta y que tiene hondo calado teológico y humano, al mostrar como la misericordia y la gracia de Cristo actúa en medio de las debilidades de los cristianos, o en situaciones terribles como la amenaza del martirio.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
Suscríbete a Actuall y así no caerás nunca en la tentación.
Suscríbete ahoraEl escritor Juan Manuel de Prada ha sido uno de estos. Y lo ha hecho con un artículo publicado recientemente en L’Osservatore Romano. Reproducimos íntegramente su traducción al español:
En 1988 Martin Scorsese había leído con admiración y estupor Silencio, una novela del escritor católico japonés Shusaku Endo (1923-1996). Comprendió enseguida que un día tendría que adaptarla al cine, pero por motivos económicos y artísticos tendrían que pasar tres décadas.
En su aparente simplicidad y en su esencia, Silencio es una obra increíblemente compleja, no exenta de similitudes con El poder y la gloria, de Graham Greene. Publicada en 1966, se convertiría en el epicentro de una encendida polémica, afrontando la espinosa cuestión de la persecución de los cristianos nipones a finales del siglo XVI y comienzos del XVII, con momentos dramáticos como la expulsión de todos los misioneros en 1614 o la llamada rebelión de Shimabara (1637-38) que, después de ser brutalmente sofocada, daría lugar al periodo Sakoku cuando el culto cristiano fue definitivamente prohibido.
En este angustioso escenario Endo sitúa el asunto de Silencio, que recrea libremente la historia del jesuita portugués Cristóbal Ferreira (1580-1650), que era provincial del Japón y que sufrió terribles torturas durante la época más cruenta de la persecución, antes de apostatar y adoptar el nombre de Sawano Chuan.
La figura de Ferreira llega -a imitación del Kurtz de Joseph Conrad- al corazón de las tinieblas de la novela de Endo
La figura de Ferreira llega –a imitación del Kurtz de Joseph Conrad- al corazón de las tinieblas de la novela de Endo, donde se cuenta la odisea de dos jovenes jesuitas, los padres Sebastián Rodrígues y Francisco Garupe, que desde Macao van a Japón para conocer la verdad sobre su superior.
Algunos detractores de Endo han juzgado Silencio como una novela ambigua en términos religiosos, porque postula una visión privada de fe y porque muestra la inutilidad del martirio. Pero se trata de una lectura simplista que la complejidad moral y teológica de la novela desmiente. La obra del escritor japonés nos muestra la lucha de la fe en situaciones de sufrimiento extremo, en las que la capacidad de resistencia humana se encuentra con el silencio de Dios.
Obviamente no encontramos aquella actitud moral edulcorada que tanto gusta a un cierto catolicismo emotivo, propenso a ofrecer soluciones netas y demasiado fáciles (aunque irreales) las cuestiones más delicadas y lacerantes.
Silencio es una novela que –como decía Flannery O’Connor la artista católica- se adentra en “un territorio que es en buena parte propiedad del Enemigo” y se confronta con el problema del Mal y del sufrimiento, mostrando sin términos medios el dolor de la fe en medio de una persecución muy cruel.
En la novela hay pasajes de una crudeza tal que hiela la sangre en las venas, en los que Endo nos describe los tormentos a los que fueron sometidos los mártires japoneses. Pero también hay pasajes de una potencia espiritual y de una densidad teológica sublimes, en los que se exalta el heroísmo y la grandeza del martirio.
Hay un esfuerzo por comprender la debilidad de cuantos ceden por falta de coraje, como Kichijiro, un bellaco que denuncia a otros cristianos, pero que busca el perdón en el padre Rodrigues
En la novela hay también un esfuerzo por comprender la debilidad de cuantos ceden por falta de coraje, como el personaje al mismo tiempo grotesco y trágico de Kichijiro, un bellaco que reniega repetidamente de Cristo y denuncia a otros cristianos, pero que repetidamente pide y busca el perdón en el padre Rodrigues, como un perrito faldero.
Porque Cristo, de hecho, quiere salvar también a Judas, sabiendo que en cada Judas respira un potencial Pedro.
Así lo explica el padre Rodrígues, en un pasaje particularmente significativo de la novela: “Cristo, en la Ultima Cena dice a Judas. ‘lo que has de hacer, hazlo pronto.’ También ahora siendo sacerdote he podido captar el sentido de aquellas palabras. ¿Qué habría sentido Cristo lanzando aquellas palabras en la cara del hombre que lo iba a vender por 30 monedas de plata? ¿Lo habría dicho con ira y con odio? ¿O habrían sido palabras nacidas del amor? Si hubieran sido palabras de ira, Cristo en aquel momento habría negado la salvación a un único hombre entre todos los hombres del mundo. Judas habría recibido de lleno el impacto de la ira de Cristo y no se sabría salvado; y el Señor habría abandonado a su destino a un hombre caído por siempre en el pecado. Pero no podía ser así. Cristo trató de salvar a Judas. Si no hubiera sido así, no tendría sentido que le hubiera hecho uno de sus discípulos”.
Silencio nos enseña que la misericordia de Dios comparte también el sufrimiento de cuantos lo rechazan, como leemos en otro pasaje de la novela, “¿Quién puede asegurar que los débiles han sufrido menos que los fuertes?”. Sin ninguna duda, el punto más controvertido de la novela de Endo –y del film de Scorsese- es, después de todo, la solución final adoptada por los padres Ferreira y Rodrigues, que apostatan públicamente y prosiguen su obra evangelizadora en la clandestinidad.
No se trata, ni de lejos, de una experiencia privada y acomodaticia de la fe, sino de una dolorosa renuncia a predicar el evangelio por todo lo alto para evitar el exterminio de sus propios hermanos.
En definitiva, la novela de Endo nos propone una reflexión sobre la llamada “disciplina del misterio”, que tiene un evidente fundamento evangélico: “No deis las cosas santas a los perros, ni echéis vuestras perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen y revolviéndose os destrocen”. Asímismo San Agustín recomendaba a sus fieles, para evitar la reacción furibunda de los paganos, que escondieran por prudencia su propia fe.
Dios no quiere que huyamos del martirio; pero quiere menos que nos lancemos insensatamente al martirio o que nuestra insensatez lleve al martirio a nuestros hermanos. Obviamente esta disciplina del misterio, puede ser la excusa perfecta para los bellacos que guardan silencio y ceden, deseosos de obtener la recompensa que ofrece el mundo, mientras los valientes son sacrificados. Pero no es esta la tesis que se defiende en Silencio, donde la apostasía impostora de los protagonistas nos viene presentada siempre como un trágico acto de amor hacia sus fieles.
Antes de que Scorsese adaptase Silencio a la gran pantalla, ya lo había hecho Masahiro Shinoda en Chinmoku (Silencio, 1971), una obra de grandes cualidades cinematográficas que, sin embargo, desnaturaliza completamente el significado de la novela, presentando a un padre Rodrigues que, después de apostatar, se deja arrastrar por la desesperación (como se deduce por una secuencia final particularmente triste). La versión de Scorsese es, sin embargo, escrupulosamente fiel a la obra original, ya sea por la forma o por el contenido.
Para traducir en imágenes la esencia de la prosa de Endo, Scorsese ha renunciado prácticamente al uso de banda sonora (pudiendo resultar el film un poco árido de ver para el espectador medio) y ha elegido un tempo pausado (quizá demasiado lento para el ritmo frenético del pseudo-cine actual) así como un expediente discutible, pero increíblemente eficaz, que consiste en contar la historia renunciando a imágenes truculentas y efectistas, adoptando una mirada neutral y que, en algunos momentos (por ejemplo en la secuencia de la muerte del padre Garupe) puede aparecer fría y distante.
Pero nosotros no creemos absolutamente que sea así; y todavía menos que una aparente frialdad se pueda interpretar como un desapego al sufrimiento de los mártires: la bellísima y terrible secuencia en la que se nos muestra la lenta muerte de los cristianos que son crucificados a orillas del mar para que la marea alta los ahogue lentamente, no deja lugar a dudas sobre la actitud de respeto del director.
Pero parece aun más admirable el escrupuloso respeto que Scorsese muestra por el tema y las intenciones de Endo, sin hacer ninguna concesión al espíritu incrédulo de nuestra época.
El padre Rodrigues (magníficamente interpretado por Andrew Garfield) escucha, de modo nítido y resonante, la voz de Cristo
Así, por ejemplo, el padre Rodrigues (magníficamente interpretado por Andrew Garfield, que encarna a la perfección la mezcla del ardor religioso y la fragilidad del personaje del libro) escucha, de modo nítido y resonante, la voz de Cristo (no la voz de su conciencia) cuando al final decide pisotear la tentación que se le presenta, para salvar la vida de otros cristianos: «pisadme… he venido al mundo para que me pisoteen, he cargado con la cruz para compartir vuestro dolor».
Por último, Scorsese refleja fielmente la intención de Endo en la parte final del film, donde la voz del narrador (que hasta aquel momento era monopolio del padre Rodrigues) asume en la novela un tono notorio y enigmático, para sugerir que el protagonista ha continuado evangelizando a escondidas de los guardias encargados de vigilarlo.
Scorsese dice explícitamente lo que Endo sugiere: nos permite ver sin términos medios como Ferreira cierra un ojo frente a la introducción en Japón de objetos cuyo significado católico no es ocultado a la autoridad; consiente en ver sin ambigüedad como Rodrigues escucha en confesión a Kichijiro, su delator, y perdona sus pecados; finalmente nos ofrece un plano final totalizador –que naturalmente no revelamos- en el que, de modo elocuente, tenemos la confirmación de que Cristo nunca ha abandonado al protagonista y que el protagonista nunca ha dejado de predicar el evangelio a las personas que lo han acompañado.
Silencio es un film elocuente hecho por un gran artista y un católico que, como Flannery O’Connor no vacila en adentrarse en territorio enemigo para competir con el demonio que ataca con los dientes a la fe.
Y, adentrándose en aquel territorio, consigue sacudir nuestra fe flácida y vaga y nos permite escuchar la voz amorosa de Cristo, que resuena como un Hosana eterno dentro de nosotros, compartiendo nuestro dolor y perdonando cada vez nuestros fallos y nuestras debilidades.
Te puede interesar:
«Silencio»: 6 razones para fiarse ahora de Scorsese, director de ‘La última tentación de Cristo’