El descubrimiento de la tumba de Herodes el Grande por parte del arqueólogo israelí Ehud Netzer hacía pensar en grandeza y opulencia, acorde con el prestigio de su ocupante. Y debió serlo, en efecto, pero antes de ser destruida con saña. Curiosamente, los responsables de la profanación fueron los propios judíos que se refugiaron en Herodión, ciudad-fortaleza donde se halló la tumba en cuestión.
Herodión y Masada adquirieron en el siglo I d.C. la categoría de leyenda por la resistencia -numantina en el segundo caso- de que los judíos hicieron gala ante los romanos en las guerras judeo-romanas. Tan es así que aún hoy en día, los oficiales israelíes hacen su toma de posesión en la cima de Masada, bajo la promesa de que “Masada nunca volverá a caer”.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraPero ¿Quién fue Herodes realmente? Para empezar, diremos que aquello de que “nadie es profeta en su tierra se cumple a la perfección en su caso. De ascendencia judía pero educación griega, Herodes siempre fue visto como un extranjero por un pueblo que, años después, le honraría con la categoría de “Grande”.
Hombre inteligente y pragmático, vio en Roma al aliado perfecto para poder mantener el statu quo de la zona, amenazada por el imperio parto -actual Irán; hay cosas que no cambian-. Amigo de Marco Antonio, y posteriormente de Augusto, fue nombrado inicialmente procurador, para pasar después a convertirse en Rey de Judea.
«Su paranoia y crueldad no dista mucho de personajes de la historia antigua tan admirados como Alejandro Magno o Julio César»
Actualmente, su fama radica en haber sido el supuesto responsable de la “matanza de los Santos Inocentes”, cuando realmente hay muy pocas probabilidades de que se le pueda atribuir su autoría. La única fuente que la cita es el Evangelio de San Mateo, pero no hay una sola referencia más. Y no es porque Herodes fuera precisamente un santo, que no lo fue.
Mató a tres de sus hijos, a una de sus mujeres, a su suegra y a múltiples miembros de su corte. Incluso en sus últimos días, sabiendo próximo su final, hizo encerrar en Jerusalén a destacados miembros de la sociedad judía para que fuesen asesinados a su muerte, y así asegurarse el duelo de la población. Por fortuna, ésta última orden no fue cumplida. Con todo, su paranoia y crueldad no dista mucho de personajes de la historia antigua tan admirados como Alejandro Magno o Julio César. Y lo que la iconografía cristiana ha eclipsado presentándole como encarnación del mal ha sido su vertiente política. Herodes devolvió el esplendor perdido a Judea.
Durante su reinado, la corte judía era el centro de reunión de filósofos, poetas y notables. Sus obras de ingeniería y arquitectura aún maravillan; destacan la construcción del Templo, y fortalezas como Masada y Herodión. Pero a su muerte, todo se dilapidó. Le sucedió su hijo Herodes, que ni remotamente tenía la capacidad del padre. Su inutilidad hizo que Roma se viese en la obligación de poner un gobernador foráneo, el célebre Poncio Pilatos, protagonista del lavado de manos más famoso del mundo.
Judea sería arrasada por Tito, y el templo destruido. Hoy sólo queda en pie el conocido como Muro de las Lamentaciones… y una tensión que lleva latente más de 20 siglos y cuyo epicentro reside en una ciudad, Jerusalén, con una etimología ciertamente contradictoria: “ciudad de paz”. Quién lo diría.