A veces parece que en España no hay temas a salvo de la politización, del juicio narcisista de quien nada tiene que decir. Siquiera el cáncer. También los 320 millones de euros que Amancio Ortega ha donado para la lucha contra la enfermedad están sirviendo como excusa para que los de siempre hagan lo único que saben hacer. Para quienes el beneficio es condenable, el éxito sospechoso y la virtud fruto seguro de cualquier injusticia, la generosidad de quien ellos simplifican con el adjetivo sustantivado “rico” es motivo de indignación. De insulto. De vestiduras rasgadas.
No aceptan que alguien, sea quien sea, dé voluntariamente lo que es suyo para renovar los equipos tecnológicos de diagnóstico y tratamiento. Ni una de las dolencias más crueles y comunes de nuestro tiempo les lleva a pensar dos veces antes de reprimir sus instintos. Nada les parece bien. Al contrario, la filantropía pone sus convicciones, sus métodos, sus vidas, al fin y al cabo, en evidencia.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahora“La sanidad pública no puede aceptar donaciones de Amancio Ortega. Se debe financiar con impuestos”, tuiteó Isabel Serra, la candidata de Podemos a presidir la Comunidad de Madrid que en sus 30 años no ha hecho otra cosa que firmar manifiestos y dar lecciones. Ningún trabajo conocido. Ninguna sensibilidad. Ningún rasgo de consciencia vital. Siquiera ante una enfermedad que en España en 2019 alcanzará los 277.234 tumores diagnosticados, según la Sociedad Española de Oncología Médica.
No se dan cuenta de que están exigiendo, en nombre de los que menos tienen, que los que menos tienen paguen con sus impuestos obligatorios lo que otros quieren sufragar voluntariamente
“¿Qué os parece que sea un millonario quién decida qué enfermedades y qué ciudades deben tener mejores tratamientos y recursos?”, preguntó un tal Juanma del Olmo, también de Podemos, sin caer en la cuenta de que eso ocurriría si Ortega tuviese las máquinas en su casa, en lugar de donarlas para todos. O acaso si fundase una clínica con el derecho de admisión reservado.
En el mejor de los casos, no se dan cuenta de que están exigiendo, en nombre de los que menos tienen, que los que menos tienen paguen con sus impuestos obligatorios lo que otros quieren sufragar voluntariamente. También un tratamiento contra el cáncer. Y es que no se trata de dinero, sino de la voluntad. En concreto, de controlar la voluntad del prójimo. De mandar. De imponer atávicos prejuicios, cueste lo que cueste. Incluso la vida.
El bien ajeno
Llama la atención que quienes más alto dicen preocuparse por los demás sean los que nunca se alegran del bien ajeno. Del bien en mayúsculas. Porque bien es llevar a Zara a todos los rincones del planeta. Aún más, que gracias a un señor gallego la moda sea más asequible, accesible para millones de ciudadanos en todo el mundo. Tampoco soportan que alguien pueda dar trabajo a cientos de miles de personas. Siquiera a una. “Algo habrá hecho”. La desconfianza por método. La duda por constante. La envidia por razón.
Sería paradójico de no ser consustancial, que los que presumen de anteponer los sentimientos a lo económico, los que se presentan a las elecciones con un corazón por logotipo, utilicen el dinero como medida para calificar a una persona. Un “tanto tienes, tanto vales” invertido, hacia abajo, como la curva de crecimiento que propicia su mentalidad. Que la realidad no les estropee su visión del mundo. Ni la historia. Ni el ser humano, que piensa, que sueña, que espera, que trabaja, que no es igual a otro. Ni mejor. Ni peor. Distinto. Como él solo.
Ante tal panorama, caer en la desazón –“sociedad enferma”– es una tentación tan poco condenable como generalizada, que a veces impide ver que la mayoría de los seres humanos, a pesar de la tele y la universidad, tendemos naturalmente a procurar el bien de nuestros semejantes, sin obligarles a nada, desde Amancio Ortega a nuestro vecino.
Que quien vive, porque en definitiva se trata de eso, de vivir, de ser mejor, de crecer, de compartir, llegue todo lo lejos que quiera. Todo lo lejos que pueda. Que nadie se lo impida. Y que el resto podamos encontrar una inspiración en sus logros. Una razón para dar gracias en su generosidad.
Y que quien odia odie lo que quiera. A quien quiera. Lo que pueda. A quien pueda. Pero que lo haga en silencio. Y, sobre todo, que lleve con discreción la infeliz penitencia de su mediocridad. Así, su regreso a Zara para reponer las vestiduras rasgadas será menos escandaloso.