La píldora anticonceptiva -que empezó a ser comercializada en los años 60 por las multinacionales farmacéuticas- urdió el más formidable espejismo en siglos de Historia: la liberación de la mujer.
Sin embargo nada hay tan machista como la píldora, igual que nada hay tan antifemenino como el feminismo (puntualizo: el feminismo radical, no los feminismos que luchaban por la igualdad legal de las mujeres y la igualdad de oportunidades).
¿Por qué machista? Fácil: no hay más que responder a la vieja pregunta Cui prodest? (¿Quién se beneficia?) ¿quién saca provecho de la disociación de placer y procreación que introduce la píldora?
Es verdad que la píldora liberaba entre comillas a la mujer de la carga de la maternidad y le hacía la vida más cómoda. La píldora era un electrodoméstico que llegaba a los hogares de Occidente al mismo tiempo que el lavavajillas, el frigorífico y la televisión.
Formaba parte del paisaje de eficacia en el que te habías instalado: dabas a un botón y la lavadora te hacía sola la colada; dabas a otro y el lavavajillas te fregaba sola los platos; te tomabas una gragea y convertías el lecho en un electrodoméstico más… cero preocupaciones, cero consecuencias.
Pero el anticonceptivo era un disparo en la línea de flotación de la fémina, porque la gragea iba contra la razón de ser de la mujer. Destruía el significado procreativo del cuerpo, al impedir la concepción; pero destruía también el significado nupcial del cuerpo, al quedarse exclusivamente con el placer: lo importante no era ya la unidad entre hombre y mujer, sino obtener el orgasmo. Suponía convertir al placer en un fin en sí mismo -en lugar de un bien sobrevenido- y al cónyuge en un medio para conseguir ese fin.
Por primera vez en siglos de historia el varón podía acostarse con la fémina sin estar pendiente de las consecuencias
La píldora –ése electrodoméstico tan cómodo con el que la mujer iba a llevar las riendas de su cuerpo- la convierte en una gamba: el varón lo aprovecha todo menos la cabeza. O si lo prefieren, en una muñeca anatómica: te amo sí, y me uno a ti, sí; pero sólo quiero el tórax y el abdomen, y un poquito las extremidades para hacer manitas, pero tu corazón, tu cabeza, tu persona… eso ya me interesa menos.
En este sentido, la anticoncepción es machista. Por primera vez en siglos de historia el varón podía acostarse con la fémina sin estar pendiente de las consecuencias. La chica se había convertido en medio para conseguir un fin.
La píldora fue ácido corrosivo para el matrimonio. Porque introducía una cláusula de egoísmo en la relación de pareja. Suponía poner condiciones al amor. Y el placer convertido en un fin en sí mismo, desgajado del contexto de entrega sin condiciones, conduce tarde o temprano a la frustración, es un espejismo que se aleja cada vez que alargas la mano para alcanzarlo.
El número de rupturas se disparó a partir de los años 60 en Occidente; y a renglón seguido vinieron las legislaciones divorcistas… Una cosa llevó a la otra. Todo ello venía a demostrar que el sexo sin consecuencias era un mito. Porque tenía consecuencias: fundamentalmente los hijos de familias desestructuradas.
Pero aún quedaba otro efecto más grave. Si el placer se había convertido el valor absoluto al que todo quedaba supeditado, era preciso evitar que nada se interpusiera en medio. Y nada es nada. Ni siquiera una vida inocente.
De manera que si fallaba el anticonceptivo, se recurría al aborto y asunto concluído.
Es verdad que no concebir no es lo mismo que abortar. Pero la línea es demasiado delgada. Y la mentalidad antinatalista deviene mentalidad abortista. Significativamente la cultura anticonceptiva multiplicó el número de abortos en Occidente. Porque acabar con el niño era el último cartucho cuando fallaba todo lo demás.
De este modo, la píldora no sólo negaba la feminidad sino también la maternidad. Lo cual suponía negar la razón de ser de la mujer, pues es una obviedad que ésta ha sido diseñada expresamente para ser madre.
El aborto es tan antinatural, violenta de forma tan brutal la psicología femenina, que la primera víctima es la propia madre que ha renunciado a serlo mediante el uso de la fuerza.
De hecho, a nadie le gusta abortar, y las propias que lo han hecho reconocen que se trata de una tragedia. Pero por mucho que no les guste abortar, por muchas circunstancias que atenúen su responsabilidad, el daño es objetivo. En muchos casos, las madres se ven superadas por los acontecimientos, empujadas por las circunstancias, por su chico, por su entorno, por la falta de apoyos… y merecen compasión y ayuda. Bastante drama llevan encima.
Pero la masacre de inocentes es igual de real. Se podrá discutir hasta qué punto muchas de ellas son también víctimas y hasta qué punto su grado de culpabilidad es relativo, pero lo indiscutible es que sus criaturas son víctimas absolutas y absolutamente inocentes.
El panorama de estas últimas décadas demuestra que la liberación de la mujer, ensalzada por los feminismos radicales y la revolución sexual del 68, ha resultado ser un fiasco antropológico de trágicas consecuencias.
Si Freud mató al padre, la píldora ha matado a la madre. Y ha llevado a la mujer a un callejón sin salida, resentida contra el varón y enfrentada al otro sexo en una guerra áspera y estéril, como reconocen algunas de las más significadas feministas, una vez pasada la resaca del 68, como Christina Hoff Sommers o Camille Paglia.
Pero hubo alguien que ya advirtió todo esto hace medio siglo, cuando la cultura antinatalista y de la muerte amenazaba a la mujer. Sólo que no le hicieron caso. Se rieron de él, le tildaron de exagerado, fanático y poco menos que extraterrestre. Recibió ataques fuera y dentro de la Iglesia Católica. Llegaron a decir que si condenaba los anticonceptivos vendría un cisma. De hecho, su actitud provocó un río de deserciones.
Fue el único que salió en defensa de la mujer, en una encrucijada crítica, sabiendo que lo pagaría caro. Se llamaba Juan Bautista Montini y la encíclica era la Humanae Vitae
Pero fue el único que salió en defensa de la mujer, en una encrucijada crítica, sabiendo que lo pagaría caro y que no se lo agradecería casi nadie. Se llamaba Juan Bautista Montini y la encíclica que firmó como Pablo VI era la Humanae Vitae. Los hechos le han dado la razón, como explica Mary Eberstatd, investigadora de Faith and Reason Institute.
Había sufrido tremendas presiones por parte del lobby antinatalista y neomalthusiano (como John D. Rockefeller III, fundador del Population Council -Consejo de la Población-), y -aún más dolorosas- por parte de teólogos y cardenales. Tenía enfrente a quienes dirigían el Areópago mediático (con el New York Times en primer término) y a los poderes económicos e intelectuales de medio Occidente.
Pero aun así publicó la encíclica. El mensaje no dejaba lugar a dudas: con la anticoncepción -venía a decir- la lógica del dominio se imponía sobre la lógica del amor. Y recordaba que la unión conyugal no gravita sobre el acto sexual sino sobre su sentido, y que lo que hace la píldora es quitarle ese sentido.
Cuando el 25 de julio de 1968 dio el paso -escribe el cardenal Casaroli- Pablo VI “firmó su firma más difícil, una de sus firmas más gloriosas. Firmó su propia pasión”.
Como afirmó posteriormente Benedicto XVI: “Pablo VI resistió a la telecracia y a la demoscopia, las dos potencias dictatoriales del presente… Pudo hacerlo porque no tomaba como parámetro el éxito y la aprobación, sino la conciencia”.
Todo esto sucedía en 1968, hace ahora medio siglo, cuando Occidente se jugaba su futuro.
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