Corona: cuestión de lealtad, por Antonio Hualde

    Si sacásemos lo peor de Pablo Iglesias y Pedro Sánchez, lo mezcláramos bien y lo mandásemos a México, el resultado sería López Obrador. De ahí que no deban extrañar sus declaraciones exigiendo al Rey y al Papa que se disculpe por la “conquista”.

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    Andrés Manuel López Obrador, durante un acto en agosto de 2018 como presidente electo de México. /EFE
    Andrés Manuel López Obrador, durante un acto en agosto de 2018 como presidente electo de México. /EFE

    Si sacásemos lo peor de Pablo Iglesias y Pedro Sánchez, lo mezcláramos bien y lo mandásemos a México, el resultado sería López Obrador. De ahí que no deban extrañar sus declaraciones exigiendo al Rey y al Papa que se disculpe por la “conquista”. Lo ha dicho en español, no en náuhalt, y sin previamente haber sacrificado en una pirámide a algún enemigo para después comerse su corazón. En fin. Es como si los españoles piden a Italia que se disculpe por la conquista de los romanos. Dicho lo cual, que López Obrador sea el presidente de México no significa, a Dios gracias, que represente el sentir de todos los mexicanos. Es como en Camerún pensaran que todos los españoles son como Gabriel Rufián, por muy español que éste sea.

    Cada vez que nuestro país necesita una representación internacional al más alto nivel -la toma de posesión de un mandatario extranjero, pongamos por caso- suele acudir Felipe VI, salvo que el gobierno de turno disponga otra cosa. En Venezuela y Bolivia, por ejemplo, este cometido lo desempeñan Nicolás Maduro y Evo Morales respectivamente. Allá cada cual con sus preferencias de «representatividad». En nuestra monarquía parlamentaria  la Corona está siempre a disposición del Ejecutivo, teniendo apenas margen de actuación. No es, pues, oro todo lo que reluce, y tras tanta pompa y oropel hay más servidumbres al cargo de lo que se piensa. Aquí las formas son clave, de ahí que cualquier mínimo detalle se magnifique, sea «real» o no.  De todos modos, hay veces en que la realidad supera a la ficción.

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    Japón, por su parte, es un país donde la figura del emperador llegó a concitar una devoción difícilmente imaginable en Occidente. Prueba de ello son los soldados que quedaron dispersos por algunas islas del Pacífico y que se negaron a rendirse tras el final de la Segunda Guerra Mundial, precisamente por su compromiso imperial. El último de ellos, Hiroo Onoda, se escondió en la selva filipina junto con tres compañeros, y allí se hicieron fuertes. Pensaban que Japón no había capitulado, y que los panfletos, periódicos y mensajes de su familia que el ejército filipino les arrojaba no eran sino estratagemas para que entregasen la posición.

    Finalmente, fue un estudiante universitario japonés quien pudo llegar hasta Onoda -sólo quedaba vivo él- e intentar convencerle para que regresara, pero éste se negó, alegando que sólo lo haría si su antiguo comandante se lo ordenaba. El estudiante logró dar con su antiguo oficial al mando y, entre ambos, consiguieron traerlo de vuelta a Japón, donde fue recibido como un héroe. Nada más aterrizar, lo primero que hizo Onoda fue pedir que le llevasen frente al Palacio Imperial, a cuya puerta se postró y pidió perdón al emperador por haberse rendido. Era 1974; 29 años, pues, del fin de la guerra. Y toda una vida de lealtad.

    Claro que no todos los súbditos son igual de leales a su rey. Gustavo III de Suecia andaba siempre con miedo a que le asesinaran; hasta dejó de beber café porque pensaba que era un veneno. Para demostrarlo, ordenó a un reo tomar café todos los días y a otro tomar té. El experimento, seguido por una comisión médica, no obtuvo los resultados esperados: primero murieron los médicos, después el rey -asesinado en 1792  durante un baile de máscaras, lo que daría pie a Verdi para componer Un Ballo in Maschera– , muchos años más tarde el condenado a beber té y por último el bebedor de café.

    Algunos monarcas fueron también ejemplares en sus últimos momentos, como Catalina Howard, una de las esposas de Enrique VIII: la noche antes de su ejecución, pidió ensayar su decapitación, porque una reina de Inglaterra debía morir como era debido. Algo más austero, a la par de humilde, fue el gesto que tuvo Carlos I con uno de sus mejores generales, Antonio de Leyva. Vencedor en Pavía, cuando se presentó ante el emperador, fue éste quien se levantó a abrazarle -algo totalmente inusual en el rígido protocolo de los Austrias- y le pidió que le concediese el honor de alistarse en su regimiento como soldado raso. Eran otros tiempos, y otras la personas. Hay principios que no tienen -o no deberían tener- fecha de caducidad.

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