Cruda realidad / El Poder a los padres de Charlie: ‘Vuestro hijo es nuestro’

    La clave en el caso de Charlie Gard no es la eutanasia (o no sólo). Lo que aquí se ventila es si los hijos son propiedad del Estado, y si éste va a terminar suplantando a los padres como dejó perfectamente profetizado Aldous Huxley en Un mundo feliz.

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    Imagen de "Un mundo feliz"

    La gélida vesania de las autoridades europeas al decretar la muerte del bebé Charlie Gard contra la voluntad de sus padres es tan reveladora de un régimen inhumano, tan escandalosa, que el grueso de las críticas se están centrando en esa manía homicida y promuerte que caracteriza a nuestras élites.

    Pero estamos dejando pasar un ‘detalle’ fundamental en esta historia sobre el que me ha llamado la atención un comentario en redes sociales.

    Algunas personas creen que La Sexta da información.

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    Preguntaba un indignado usuario por qué insisten en que muera Charlie incluso después de que sus padres opten por pagar un tratamiento privado, eliminando así toda excusa de que se trate de un coste que la sanidad pública no debe asumir.

    La respuesta: porque no se trata de su vida o su muerte, ni tampoco de la sanidad pública, sino de dejar claro que los hijos son propiedad del Estado, y en ningún caso deben ser sus padres quienes dispongan lo que más le conviene.

    Es lo mismo que en estas mismas páginas comenta Ignacio Arsuaga: “No es un problema de recursos económicos ni de hospitales que reciban al bebé porque varios países se han ofrecido a acogerlo y cuidarlo”.

    Se hizo la luz. El caso no tiene ningún sentido sin eso. Si se tratara de criterios meramente de coste sanitario, no solo hubieran quedado ya satisfechos con la decisión de no recurrir a la sanidad pública, sino que hubieran ‘reconsiderado’ una decisión que supone un verdadero desastre de relaciones públicas y les hace quedar como sacerdotes de Moloc insistiendo en el sacrificio cruento del primogénito para aplacar al dios.

    Quieren dejarnos claro que nuestros hijos no son nuestros, sino suyos. (…) El ideal es el orfanato, que a no dudar intentarían si no fuera por evidentes dificultades financieras

    No es que no nos lo estén recordando a todas horas y en todas partes, no importa lo que diga la Constitución sobre los derechos de los padres.

    De hecho, ¿qué importa lo que ponga en la ley fundamental, si lo que vale es la interpretación que haga de ella un tribunal? Este es el magnífico truco que les permite a los norteamericanos presumir de que mantienen la misma constitución desde que existen, hace más de dos siglos.

    El ser humano no nace, por lo común, en una oficina del Estado, ni es un funcionario quien le da de mamar o le enseña a montar en bicicleta. Son sus padres o, si se prefiere, su familia.

    Esto provoca el riesgo evidente de que el sujeto, al crecer, sienta cierta lealtad por esos señores tan amables que les han traído al mundo y han sido los primeros en ayudarle a comprenderlo.

    Tampoco es inusual que esos señores desarrollen cierto apego por la criatura incluso cuando ya no resultan estrictamente necesarios para su supervivencia, que le acompañen en penas y alegrías y que le echen una mano en tiempos de vacas flacas, sin que sea necesario llegar al extremo de los concejales de Podemos.

    Y eso es lo que el Poder, un dios celoso, no soporta. Y por eso tienen que dejarnos muy claro que nuestros hijos no son nuestros, sino suyos. Por eso en su versión extrema, el ideal es el orfanato, que a no dudar intentarían si no fuera por evidentes dificultades financieras y una oposición previsiblemente feroz.

    No le demos más vueltas… la familia es el enemigo a batir

    Nos lo dicen a todas horas. Las comentadísimas leyes de género, por ejemplo, suponen hacer mangas y capirotes con el derecho de los padres a decidir la educación de sus hijos.

    La propuesta de Podemos, por ejemplo, prevé la posibilidad de retirarles la custodia de sus hijos a los padres culpables de ‘excesos de fanatismo’ tales como enseñarles que hay niños, hay niñas y pare usted de contar.

    Tampoco pueden los padres acogerse a objeción de conciencia alguna para impedir que a sus hijos, en la edad más tierna e impresionable, les enseñen por extenso aquello de que el género es un ‘constructo cultural’ sin relación alguna con la realidad biológica y les animen a ‘explorar’ su sexualidad, con consecuencias de las que el docente no tendrá que responder (ni conocer, de hecho).

    Esa es la verdadera batalla, y todos los casos concretos, todas las medidas que denunciamos, todos los artículos, películas, tratados y disposiciones que adelantan el Mundo Feliz de la progresía son meras escaramuzas, por terribles y urgentes que parezcan.

    La familia es el enemigo a batir, y son las familias las que tendrán que decir: «¡Basta!»

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