En su poema ‘Solución’, el dramaturgo comunista alemán Bertolt Brecht ironiza con un gobierno “decepcionado con su pueblo” y termina con la irónica pirueta: “¿No sería más simple/En ese caso para el gobierno/disolver el pueblo/Y elegir otro?”. El efecto, naturalmente, se consigue porque en un mundo que no sea un mundo de locos, es el pueblo el que puede o no estar insatisfecho con su gobierno y desear cambiarlo; lo contrario es un universo al revés, invertido, de pesadilla.
Del mismo modo, es práctica común que si una empresa hace o apoya algo que parece malo a un sector de sus clientes habituales, estos se ponen de acuerdo en una campaña para boicotear sus productos. Lo que nunca se había visto hasta la fecha, y resulta casi más absurdo que la paradoja de Brecht, es una empresa que boicotea a sus clientes en masa.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraPero, como no le sorprenderá saber a quien lleve algún tiempo leyéndome -si existiera semejante ser-, vivimos cada vez más cerca de un mundo imparodiable, porque en él se multiplican los absurdos. Y, así, tenemos una conocidísima empresa, Netflix, que ha anunciado que le hará boicot a todo un estado de Estados Unidos, Georgia. No llega tan lejos como para negar a sus habitantes el acceso a su producto, pero se quedan en el borde: no trabajarán en el estado.
La idea de que las madres de Georgia ya no tengan plena libertad para matar a sus hijos, a unas criaturas con latido, ha indignado profundamente a Netflix
¿Qué pecado ha cometido Georgia para enfurecer a una empresa comercial, que debería ser la última institución susceptible de indignación o furia? ¿Acaso se ha convertido en una tiranía atroz como China, que aplica una implacable censura y una despiadada represión a su pueblo? ¿Quizá se ha transformado en una teocracia a lo saudí o lo iraní, que apedrea a las adúlteras y cuelga a los homosexuales?
Pues no, sencillamente el gobernador del estado de Georgia ha decidido promulgar una ley que penalizaría el aborto cuando pueda oírse el latido del corazón del feto (normalmente a las seis semanas de gestación). Es decir, la idea de que las madres de Georgia ya no tengan plena libertad para matar a sus hijos, a unas criaturas con latido, ha indignado profundamente a Netflix.
A poco de conocerse el vil y escandaloso intento del gobernador de librar a los no nacidos de la muerte, Ted Sarandos, CEO de Netflix, publicó un comunicado (vía Variety) donde explicaba que por el momento no suspenderán actividades en el estado, pero que si las cosas siguen por el camino que van, podrían abandonarlo: “Tenemos muchas mujeres trabajando en producciones en Georgia, cuyos derechos, junto con los de millones, se verán severamente restringidos por esta ley. Es por eso que trabajaremos con la ACLU [Unión Estadounidense por las Libertades Civiles] y otros para luchar en los tribunales. Dado que la legislación aún no se ha aplicado, seguiremos rodando allí, al mismo tiempo que apoyaremos a los socios y artistas que elijan no hacerlo. Si alguna vez entrara en vigencia, reconsideraríamos toda nuestra inversión en Georgia”.
Una puede entender que el CEO de Netflix, de Disney o de Warner sean abortistas, aunque sea una extraña forma de preocuparse por el negocio esa de matar a los futuros clientes
Y ni siquiera es una excentricidad de esta empresa: Disney y Warner Media han hecho públicas advertencias semejantes. Al parecer, se está volviendo práctica habitual que las grandes empresas presionen con este descaro sobre el proceso político democrático, con estos repugnantes chantajes, no, como sería normal, para lograr una subvención o una legislación que les beneficiara económicamente, sino para que se aplique la política más disparatadamente progresista que quepa imaginar.
¿Qué está pasando? Se supone que las empresas no tienen ideología, ni son partidarias de una u otra política mientras se les permita comerciar en paz y, a ser posible, tener alguna pequeña ayudita. Una puede entender que el CEO de Netflix, de Disney o de Warner sean abortistas, aunque sea una extraña forma de preocuparse por el negocio esa de matar a los futuros clientes; comprendo incluso que lo sean los principales accionistas, los miembros del consejo de administración, pero, ¿qué tiene que ver con la empresa? ¿Desde cuándo es objetivo de las firmas comerciales imponer una visión del mundo a su propio mercado?
Pero de un tiempo a esta parte las multinacionales parecen haberse convertido en improbables y completamente inadecuados maestros de moralidad progresista que usan el altavoz de su departamento publicitario, no para convencernos de que sus productos son estupendo, ni siquiera para hacernos creer que nos harán felices, sino para sermonearnos desde un discurso ultraprogresista y tan denteroso que abochornaría a Pablo Coelho. Una multinacional de la cerveza se gasta una pasta gansa en anuncios que nos aconsejan que seamos más abiertos con la diversidad y más inclusivos; una firma de zumos de fruta nos exhorta a que nos amemos unos a otros sin discriminar a nadie.
Siempre es molesto que a uno le sermoneen, ese tonito de superioridad de los maestros de moral. Es algo que, en todas las sociedades, se ha confiado, primero, a los padres, y en segundo lugar a sacerdotes y maestros. Con las ideologías, empezaron a hacerlo los partidos y los gobiernos, pero que lo hagan los negocios parece rozar el perfecto disparate. Imagíneselo: unos tipos deciden montar una organización para sacarse un dinero vendiéndote, no sé, tomates o tornillos, y al rato te está diciendo lo que debes pensar y cómo debes vivir.
Lo gracioso de todo esto es, además, el magnífico espectáculo de las empresas privadas, bestias negras de la izquierda, nidos de explotadores del proletariado en su visión del mundo, dándose codazos unas a otras para vender al mundo una imagen más enloquecida y radicalmente izquierdista que sus rivales.