El mes de noviembre suele ser abundante en nostalgias. Al menos en el hemisferio Norte en el que en condiciones normales comienzan los vientos, las lluvias y el frío. En las sociedades con un sustrato cristiano de siglos, se celebran además los días de todos los santos y de los fieles difuntos.
También, aunque en otra dimensión muy diferente, mucha gente celebra Halloween, que mal que bien, remite de alguna manera a realidades que se escapan del tiempo y del espacio que nos han tocado en suerte. Y nos recuerdan que el paso por este mundo es limitado.
También en este mes de noviembre concluye el año litúrgico católico con la fiesta de Cristo Rey. Y las perícopas seleccionadas en las semanas previas nos invitan a dejar listos los bártulos para el gran viaje de la eternidad. «Porque no sabéis ni el día ni la hora».
Para los agnósticos o ateos también es tiempo de reflexión. Que se pasa el viernes yanqui del consumismo y el lunes de las compras cibernéticas y es caer en la cuenta de que en pocas semanas faltará en la mesa familiar esa persona tan querida.
«No se trata de acumular muchos días antes del encuentro con la parca, sino de que esos días estén llenos de vida. Añadir vida a los días, más que días a la vida»
No sé si es coincidencia, o mejor ‘diosidiencia’, que en los últimos tiempos la muerte ha rondado en mi entorno familiar y de amistades. Y la muerte de María, en especial, ha supuesto una ocasión para reflexionar.
No entraré en demasiados detalles, pero esta madre de tres hijos, el menor de apenas unos meses, se nos ha escapado entre los dedos sin apenas darnos cuenta, antes de cumplir los 40.
Y uno se ha puesto a repasar, uno a uno, los nombres de los conocidos que, en tiempo de juventud y de promesas, han alcanzado el final de sus días. Y la lista ronda la docena. Y el nudo en la garganta se retuerce otras tantas veces.
Antes o después, nos llega a todos. El bueno de Jorge Manrique tenía mucha razón:
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar al mar,
que es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
e consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
e más chicos;
i llegados, son iguales
los que viven por sus manos
e los ricos.
La muerte es una maestra por cuyas aulas antes o después todos pasamos. Y más vale que nos apliquemos. Porque, paradójicamente, con la muerte llega el examen de la vida.
Ante ella, conocemos los abismos de existencia que hemos dejado crecer, añoramos la felicidad compartida que queda en la memoria y agradecemos cada momento en el que actuamos para hacer el bien.
La muerte también nos enseña que no se trata de acumular muchos días antes del encuentro con la parca, sino de que esos días estén llenos de vida. Añadir vida a los días, más que días a la vida. Y de vida plena y abundante.
Eso exige entrega a los demás, de muchas maneras. Aquella cursilada de que hay que escribir un libro, plantar un arbol y tener un hijo es, efectivamente, una cursilada, pero tiene una clave imprescindible: todas esas acciones están dirigidas hacia la eternidad y hacia los demás. El ego es un lastre en la vida.
Hoy mismo, amable lector, puede ser el último día de su vida. Siéntese esta noche un rato despúes de cenar. Apague la televisión y piense sobre qué no quisiera dejarse en el tintero a la hora de la hora.
Diga te quiero todos los días. Si se enfada o equivoca, pida perdón. Si tiene oportunidad, ayude a quien lo necesite. Si tiene un don, regálelo a los que vienen detrás. Recuerde que el presente se llama así porque es un regalo.
Comentarios
Comentarios