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Por la pendiente de la eutanasia

Ángel Hernández suministró ante las cámaras una sustancia letal a su mujer María José Carrasco. /EFE

Ángel Hernández suministró ante las cámaras una sustancia letal a su mujer María José Carrasco

Parece que Francisco Franco se resiste a salir de su tumba. O que el sistema político que siguió al suyo es, al cabo, un Estado de Derecho y no puede el gobierno hacer lo que le viene en gana con los muertos. Franco está de cuerpo presente en los medios, pero no acaba de darle a Sánchez el titular que necesita para recoger el voto entre los cascotes de Podemos. Y ha rescatado la eutanasia de la necroteca de las propuestas de la izquierda.

Eutanasia significa “muerte dulce”, y supone que un enfermo terminal, que no tiene ya esperanza de alargar mucho más su existencia, acelera su final y mitiga sus dolores con anestesias en dosis mortales. Hay quien se opone a esta práctica, considerando que la persona no es dueña de su vida, pues ésta le fue dada y su deber es conservarla hasta que Quien se la dió se la quite. Otros consideran que quién puede tener más derecho sobre la vida de una persona que ella misma. Lo cierto es que la vida no es un don automático. Para mantenerla hay que realizar ciertas actividades; de otro modo, perece. Desde esta perspectiva, parece difícil negarle a cada uno el pleno derecho sobre su vida. En cualquier caso, son cuestiones éticas sobre las que es muy difícil llegar a un acuerdo.

En esta cuestión, como en otras, se produce una mezcla entre la actuación pública y la privada que causa verdaderos problemas. El cristianismo tiene perfectamente resuelta la cuestión; la culpa es moral y las cuentas se ajustan en la otra vida. Pero lidiar con estas cuestiones en la tierra exige tratar con cuestiones que se nos escapan de las manos aunque queramos asirlas, como son los derechos de la persona y su alcance.

Pero luego está la política, que es de lo que hablamos en esta ocasión. La política es un espejo curvo, que todo lo deforma. Habla de derechos individuales. Habla de salud. Y calla, sobre todo calla sobre sus propias intenciones.

La cuestión es compleja, mucho, y como todo lo que implique tomar una decisión de la cual resulta una muerte, es muy peligrosa

El Gobierno pide que se apruebe una ley que regule la eutanasia cuanto antes. Su actitud está precedida por la epifanía de un caso singular, oportuno, que es como cualquier otro transcurrido en la intimidad de una habitación, pero que eclosiona en los medios en el momento procesal pertinente. No hay nada como un doloroso caso para azuzar la indignación y dirigirla hacia el voto.

Pero la cuestión es compleja, mucho, y como todo lo que implique tomar una decisión de la cual resulta una muerte, es muy peligrosa. Por un lado está la cuestión moral. La división de la sociedad al respecto no invita a la prudencia, a esperar que madure el debate para ir alcanzando acuerdos amplios de forma progresiva. No. La división es una oportunidad para meter el cuchillo, y despreciar a quienes moralmente tienen un mayor aprecio por la vida.

Por otro lado, aunque no tiene por qué ser así, la eutanasia está vinculada al ámbito sanitario. Parece lógico que así sea. Y seguramente sí, es lo lógico. Pero corremos un enorme peligro. Porque el Estado se ha arrogado un poder enorme en el ámbito sanitario, una preeminencia sobre la autonomía de la persona. Y como la salud toca el cuerpo, y el cuerpo lo toca todo, el Estado está administrando la moral por la vía sanitaria. Al sexo se le llama salud reproductiva y es un nombre nada inocente.

El suicidio asistido es una pendiente que comienza con el control absoluto del paciente, continúa con la asistencia de alguien de su confianza, y va cayendo hacia un valle en el que es el Estado quien decide si merece la pena que sigas viviendo o no

He apuntado dos motivos de preocupación, y no son los únicos. En este asunto, como en todo lo que haga, es obligatorio leer a Cristina Losada. La periodista, en un reciente artículo, recogía la opinión de un experto, Herbert Hendin, sobre el suicidio asistido: “Holanda ha pasado del suicidio asistido a la eutanasia; de la eutanasia para personas con enfermedades terminales a la eutanasia para personas con enfermedades crónicas; de la eutanasia para enfermedades físicas a la eutanasia para aflicciones psicológicas; y de la eutanasia voluntaria a la eutanasia involuntaria”.

El suicidio asistido es una pendiente que comienza con el control absoluto del paciente, continúa con la asistencia de alguien de su confianza, y va cayendo hacia un valle en el que es el Estado quien decide si merece la pena que sigas viviendo o no. Y con cada nuevo caso se va anestesiando la fibra moral de la sociedad, que acaba asistiendo impávida cómo la muerte natural es sólo una posibilidad.

Pero no acaban aquí nuestros temores. Pues aunque el Estado sea “el más frío de todos los monstruos fríos”, a decir de Nietzsche, hay que mirarlo más bien como un Leviatán, sí, como un monstruo con intereses propios, como hace Anthony de Jasay. Y el interés de los Estados no pasa por asumir la pesadísima carga de los viejos, que apenas aportan al sistema y detraen de él grandes cantidades, en pensiones y gasto sanitario. No hay prueba alguna de lo que voy a decir, pero es muy difícil sustraerse a la idea de que detrás del interés por la eutanasia, que no es exclusivo de España ni es nuevo ni va a decaer en ningún momento, haya un motivo hacendístico.

 

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