Lo confieso. No lo puedo retener dentro de mí por más tiempo. Con lágrimas en los ojos y el corazón compungido, lo tengo que reconocer públicamente: soy un asesino. Sí, así, como lo leen. Un criminal de la peor calaña. Un desalmado, una alimaña, un sádico. Y le tengo que agradecer a los animalistas que me hayan hecho ver la luz. Hasta este momento yo podía ir matando bichitos impunemente, que no me daba cuenta de mi vileza. Desde que los animalistas nos han hecho ver que matar un toro es un asesinato y que los toreros son unos asesinos, me he percatado, por extensión, de que yo también lo soy.
¿Qué diferencia hay entre un toro y una avispa, o una mosca, o una cucaracha, o una hormiga? Ninguna; tan solo el tamaño. Porque, ¿no son todos ellos animales? Pues, si matar un toro es un asesinato, despanzurrar una avispa con el matamoscas también tiene que serlo. Y yo confieso que he despanzurrado a muchas. ¿Y las moscas? Si matar una mosca es un asesinato, lo mío se puede calificar de verdadero genocidio. Confieso haber gastado botes y botes de fris-fris insecticida contra ellas. Una verdadera muestra de barbarie contemplar sus cadáveres por el suelo de mi casa.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraSi matar un toro es un asesinato, despanzurrar una avispa con el matamoscas también tiene que serlo
Pienso ahora también en la cantidad de veces que he pisado con toda la saña y la maldad del mundo a las pobres hormiguitas. Esos seres tan simpáticos, disciplinados, trabajadores e inofensivos que ni tienen cuernos ni embisten como los toros, pero que son tan animales como ellos. Mis 80 kilos de peso sobre el frágil cuerpo de una hormiga son como si una losa de granito del tamaño de Wisconsin cayera sobre mi cabeza. ¡Ay, mísero de mí, ay, infeliz! ¿Acaso no pudiste darte cuenta antes de toda tu crueldad, que han tenido que venir los animalistas a abrirte los ojos?
Yo, como Agustín de Hipona, quiero rememorar ahora mi pecado. Cuando era nino, solía ir con mis amigos a la caza de un gato gordo, viejo y despellejado que rondaba por el barrio. Íbamos pertrechados con nuestra arma más temible: el tiragüitos. Era un artilugio casero de ésos que los ninos de hoy en día no sabrían fabricar. Se trataba de un rulo que le habías robado a tu madre, al que, por uno de sus dos extremos, le pegabas con celo un globo cortado por la mitad. Se le metía una piedrecita, o un hueso de aceituna o de cereza y ya tenías el arma cargada. Sólo hacía falta estirar la goma del globo, apuntar a la víctima, soltar la goma y la piedrecita salía del tiragüitos a la velocidad del rayo. Y el gato en cuestión, más rápido aún.
Los animalistas han marcado el criterio con claridad: matar a un animal es un asesinato
En fin, ¿qué puedo decir tras una vida de tantas maldades y aberraciones? Sólo puedo dar las gracias a los animalistas por haberme abierto los ojos. El criterio lo han marcado con claridad: matar a un animal es un asesinato. Algunos de ellos van más allá, y no ven diferencia entre matar un hombre y un animal. “Prefiero la vida de mi perro a la de un desconocido”, reconocía recientemente una celebrity.
Otros le dejan la herencia de varios millones a su gato siamés, para que viva como un marqués una vez que la dueña haya finado. Pues eso. Que los animalistas serán consecuentes. Los mosquitos del verano, bienvenidos sean sus picotazos, y nada de matarlos. El chorizo y la morcilla, ni en pintura. Las vacas, como en la India: paseando alegremente por las calles sin que nadie las moleste. El matamoscas, relegado al desván o al sótano, que ya no se vuelve a usar. Los zapatos, de tela o de plástico. Y así.
Ésa es la coherencia que esperamos del verdadero animalista. Que se ahorren arengas y refriegas sobre los toros. Que sean coherentes; entonces les creeremos.