Noe Pothoven se puso fin a sus 17 años de vida por el cruel método de dejar de comer. La inanición hizo que su cuerpo adelgazase y se fuera apagando hasta cumplir su deseo de perder para siempre el recuerdo de las dos agresiones sexuales que sufrió cuando era niña. Supo lo que es ser una víctima con sólo once años, y a los catorce dos hombres la violaron. No pudo superar el dolor por el punzante recuerdo de la agresión, y sólo encontró salida en el suicidio.
Su caso nos recuerda varias realidades insoslayables. Como que es cierto que, como decía Ayn Rand, (o, para el caso, cualquier libro de anatomía), para mantenerse en vida es necesario que la persona actúe de determinada manera. Más allá del condicionamiento genético, que habitualmente se impone a nuestra mala cabeza y nos mantiene donde estamos, lo cierto es que somos dueños de nuestra vida porque refrendamos con nuestro comportamiento nuestra devoción por ella. Una devoción egoísta, dice Rand con más voluntad de buscar el escándalo que la precisión. Dejemos aquí lo dicho, por no visitar su corolario.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
Suscríbete a Actuall y así no caerás nunca en la tentación.
Suscríbete ahoraOtra realidad, ésta más particular, es que todos los recursos médicos de una sociedad opulenta como la neerlandesa no fueron suficientes para animar, dicho sea con todo su sentido, a esta joven. Desde el principio de Heisemberg sabemos que la ciencia tiene límites infranqueables. Y parece que hay realidades humanas que también se le escapan, como la arena de la playa de entre las manos. Más allá de la física, como se llamó a ese capítulo del saber de Aristóteles, hay o puede haber una realidad trascendente que nunca estuvo presente en este caso.
Y aún otra realidad, más general que el caso de Noe, pero no tanto como la respuesta a la pregunta de quién es el dueño de nuestra vida, está la legislación de los Países Bajos, que regulan la eutanasia. En aquél país está legalizada la eutanasia desde los 12 años. Es decir, que con esa edad, una persona tiene ya la madurez suficiente como para decidir si quiere acabar con su propia vida, con todas las garantías del sistema sanitario neerlandés. Es cierto que de los 12 a los 15 años necesita la aprobación de sus padres, pero estando los tres (o dos) de acuerdo, el sistema se encarga de cumplir el último deseo, y la prensa de decir que aquello es digno.
Luego está la edad comprendida entre los 16 y los 17 años. Quienes se acuerden todavía de lo que sentían a esa edad, la de Noe, sabrán que la vida se hace plena e indestructible. Embriaga la sensación de poder, una sensación que engaña a más de uno que concibe el suicidio como un castigo pasajero a los demás. En esa edad, los padres de aquél país tienen que participar en las discusiones sobre la decisión de su hijo, pero no tienen la última palabra. Es el propio sistema el que puede considerar precipitada la decisión del menor.
A los doce años una personita puede decidir sobre su vida, pero tendrá que esperar a los dieciséis para adoptar decisiones, de forma autónoma, sobre su sexualidad. Aquí las consecuencias son menos graves, aunque en ocasiones no menos definitivas. Pero, a riesgo de parecer un carca, considero que el sexo es lo suficientemente manipulable como para que ese baremo sea discutible. Y, finalmente, a los 18 la persona adquiere la madurez suficiente como para que se le condene con toda la fuerza de la ley. Es decir, que no es hasta esa edad, los 18 años, cuando una persona no sabe distinguir el bien del mal, no tiene conciencia de que robar y matar es un acto reprobable y que causa daño, pero ya lleva dos años con la madurez suficiente como para practicar el sexo y seis decidiendo (si ha llegado tan lejos), que esto de vivir merece la pena.
Hay que huir, como de la peste, de expresiones como “marxismo cultural” o “cultura de la muerte”. Ahora bien, es cierto que hay una moral expeditiva, espartana, que encuentra en la muerte una solución eficaz para cosas que no queremos. Siendo una moral espartana, cómo no iba a estar fomentada por el Estado. Si nos quita los impuestos por nuestro bien, ¿qué otras cosas no estará dispuesto a hacer por nosotros? Por el momento, voluntaria y eficazmente, nos ofrece la muerte.
Es el último servicio del Estado de Bienestar; su última oferta a la panoplia de servicios que, además, hace más manejables y sostenibles el resto. Sin personas con el síndrome de Down, sin personas mayores a las que poco les queda por aportar, más allá del cariño, y que cuestan un torrente de dinero, ¿cuánto mejoraría el sistema para los demás? La muerte es la última ratio del sistema de reparto.