El ministro de Sanidad, Salvador Illa y el director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, Fernando Simón. /EFE
El ministro de Sanidad, Salvador Illa y el director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, Fernando Simón. /EFE

A ninguno nos gusta reconocer que nos han engañado y que nos hemos tragado el bulo. Se queda uno con la sensación de vulnerable, estúpido e ingenuo. Cuando uno descubre que le han timado, empieza por lo general a justificarse o, lo que es peor y sorprendente, a defender al estafador para, en el fondo, tratar de negar que nos la han colado. 

El padre Garralda, un gigante del trabajo en las cárceles españolas que falleció hace un par de años, solía contar que, en una ocasión, fue con una monja a un grupo de oración que tenían organizado con unos presos. Llevaban un radiocasete para poner música de alabanza entre prédica y prédica del jesuita. Estaban la monja y el cura con los ojos cerrados, después de que acabara una canción, haciendo oración en silencio –o eso creían ellos- con el resto de su peculiar feligresía cuando, al abrirlos, descubrieron que no quedaba ni un solo preso en la sala y que tampoco había ni rastro del radiocasete.

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“A mí hay gente que me asegura que a ellos jamás les han tomado el pelo. ¡Pues a mí sí!”, bramaba el padre Garralda con la serena confianza en uno mismo que da la humildad. Pero claro, para eso hay que ser sencillo y fuerte para reconocer y aceptar  las propias limitaciones.

Pues miren, es simple. Y cuando antes lo reconozcamos, mejor. Nos han engañado. No una vez, sino muchas veces. Nos han engañado con la crisis del coronavirus, en primer lugar. Hemos tenido la que probablemente ha sido la peor gestión de la pandemia a nivel mundial, que se ha saldado con más de 55.000 muertes (ni siquiera hay datos oficiales fiables); que ha provocado que miles de ancianos hayan muerto como perros, solos y abandonados –o peor que perros, como recientemente señalaba Juan Manuel de Prada-; que hacía que los sanitarios fueran directos a la muerte sin medios ni protección –o protegidos con bolsas de basura- mientras gran parte de la población, embobaliconada, aplaudía desde sus balcones.

Sería enternecedor si no resultara tan dramático. ¡Aplaudiendo y coreando canciones y consignas ridículas, sensibleras y pueriles en vez de exigir responsabilidades a los dirigentes políticos! Qué obra maestra de amaestramiento masivo. Es digno de ser estudiado en las universidades. Cualquier dictadorzuelo estaría admirado de la mansedumbre y sumisión de la sociedad durante esta pandemia.

Las pocas manifestaciones que se han convocado han sido en función del Gobierno contra el que hubiera que protestar. Si las medidas de control las imponía Ayuso, la izquierda radical tomaba las calles con violencia; si provenían del Sánchez y su ejecutivo socialcomunista, las manifestaciones desaparecían por arte de magia.

Nos dijeron al principio que las mascarillas no servían para nada, y se burlaron de los apocalípticos que apostaban por ellas. Luego afirmaron todo lo contrario, y dirigieron su ira y su condena contra todo aquel que las cuestionara. Nos obligan a llevarla siempre, aunque te encuentres solo paseando por el campo y algunos políticos ya han hablado incluso de extender la obligatoriedad al propio hogar. ¡Qué estupidez! ¿Vamos a tener que llevar la mascarilla mientras nos duchamos o mientras dormimos? Qué útil está resultando el miedo para controlar las sociedades.

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