Pablo Iglesias.
Pablo Iglesias.

Una de las consecuencias, quizá la más notable de todas, que han tenido las elecciones a la presidencia de la Comunidad de Madrid ha sido la retirada de la política (al menos, temporal) de Pablo Iglesias. Los resultados de Podemos en los comicios han mejorado con respecto a lo que tenía, pero son insuficientes con respecto a lo que esperaba; de hecho, Iglesias abandonó apresuradamente la Vicepresidencia del Gobierno de España porque estaba convencido de poder detener «a la derecha y a la ultraderecha» el 4 de mayo. Al final, los ciudadanos han puesto al líder de Podemos donde, sin duda, merece estar.

Quizá sea un buen momento para analizar, siquiera brevemente, lo que ha significado el paso de este personaje por la vida pública española, desde las asambleas del 15-M y las tertulias televisivas a este precipitado final al que le ha empujado la aplastante victoria de Díaz Ayuso y su continuidad al frente del ejecutivo madrileño, con la ayuda de los diputados de Vox.

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Realmente, el episodio que mejor define la personalidad y la verdadera talla política de Iglesias es su reciente salida del Gobierno central. Iglesias ha estado durante años criticando duramente a la casta que venía «detentando» el poder, el infecto bipartidismo, las estructuras de la Transición prolongadas en el tiempo gracias a la monarquía y a los poderes fácticos… Su discurso se basaba siempre en una promesa: «cuando Podemos llegue al poder, todo será distinto». Los trabajadores mejorarán sus salarios, las familias contarán con nuevas ayudas, los pensionistas tendrán pensiones más justas, la sanidad y la educación públicas lograrán niveles de calidad jamás vistos…

La evidencia política de Pablo Iglesias es que siempre ha sido y será un propagandista, un agitador social

El cuento de la lechera en versión 5.0 y teñido de morado. Naturalmente, como ocurre siempre con la propaganda izquierdista, no solamente los hechos han desmentido las promesas, sino que, en realidad, nunca hubo la menor intención de hacer realidad esas promesas. Porque jamás se pusieron los medios para ello.

La evidencia política de Pablo Iglesias es que siempre ha sido y será un propagandista, un agitador social. No hay el menor rasgo en él que presuponga intención de gestionar, de hacer realidad un proyecto, de poner los medios para lograr soluciones. Iglesias solamente puede hacer política desde la oposición. Por eso, durante los años que estuvo en la oposición, logró cierto nivel de influencia, con la correspondiente mejora en el número de diputados en el Congreso y en el resto de parlamentos locales y regionales. Pero fue llegar a un sitio de verdadera responsabilidad, como el Gobierno de España, y le ha faltado tiempo para salir corriendo a buscar «nuevas aventuras».

«El cielo no se toma por consenso, se toma por asalto», dijo en cierta ocasión en Vistalegre, con esa obsesión revolucionaria, tan de su gusto. La violencia verbal siempre ha sido otra de las características de Pablo Iglesias, tanto en sus charlas distendidas (en algunas de ellas llegó a amenazar con golpear a sus adversarios, y presumió de haberse enfrentado a golpes a personas de menos nivel social que el suyo) como en sus discursos y mítines. Una violencia verbal siempre amenazante, siempre dirigida a personas «ricas», a partidos de ideología contraria, a empresarios conocidos, a ejecutivos del Ibex…

Una violencia verbal expresada sin ambages ni medias tintas, como si el hecho de defender (supuestamente) a las clases bajas le diese derecho a emplear contra sus «enemigos» cualquier arma, dialéctica o real.

El radicalismo ideológico y el gusto por la violencia verbal le han emparentado ideológicamente al mundo de ETA, tanto en sus comentadas visitas a las herriko tabernas (donde siempre se le vio de lo más cómodo), como con el apoyo y cercanía a Bildu, partido que nunca ha ahorrado en elogios al líder podemita. Sin llegar a justificar los atentados etarras, lo cierto es que la equidistancia de facto que Iglesias ha venido estableciendo entre víctimas y asesinos es, con diferencia, el elemento más repugnante de toda su palabrería barata. Hasta el punto de que nunca ha exigido a los partidos aberchales la condena del terrorismo ni mucho menos el arrepentimiento ni la petición de perdón a las víctimas.

Algunos hemos pedido públicamente la ilegalización de Podemos, porque ha rebasado con creces los límites que se permiten a un partido político en la lucha por el poder

Por lógica, también ha apoyado a los presos golpistas del separatismo catalán. Dentro de la ensalada de contradicciones que han compuesto su discurso político, Iglesias ha pretendido hacer compatible la defensa de la «patria» (palabra que repetía con cierta frecuencia, refiriéndose a España, pero con matices relacionados con la lucha de clases) con el presunto «derecho a la autodeterminación de los pueblos», un derecho que solamente existe en su imaginación en lo tocante a España y sus regiones.

Si ha sido equidistante en el tema del terrorismo etarra, cómo no iba a serlo con el golpismo catalán, llegando incluso a mantener reuniones con Oriol Junqueras dentro de la cárcel de Lledoners, ya como vicepresidente del Gobierno. Una estampa que llenó de indignidad no su figura política (ya bastante deteriorada), sino la imagen nada menos que del Gobierno de España.

Algunos hemos pedido públicamente (en mi caso, en los programas de radio que he venido dirigiendo en Radio Inter) la ilegalización de Podemos, porque ha rebasado con creces los límites que se permiten a un partido político en la lucha por el poder. La misma creación de Podemos como partido, su financiación, sus amistades con regímenes dictatoriales donde no se respetan los derechos humanos, la evidente deslealtad con la que desprecia la institución monárquica y la figura del rey de España constituyen razones más que suficientes para ello. Por no entrar al detalle de escándalos como el de la tarjeta de teléfono móvil de Dina Bousselham, excolaboradora de Iglesias, o el crédito bancario gracias al cual adquirió la famosa mansión de Galapagar.

Pero, sin duda, a Pablo Iglesias se le recordará especialmente por la forma como se ha enfrentado a la derecha política en España, primero al Partido Popular y más recientemente a Vox. El exlíder de Podemos ha hecho algo que es totalmente incompatible con un partido político en un sistema democrático: no respetar las reglas del juego y caer en el señalamiento público del adversario, en su demonización, colocándolo en una diana a merced de cualquier perturbado.

Ese señalamiento, que consiste en calificar de «ultraderecha», «fascista» o incluso «neonazi» a quienes solamente son miembros de partidos liberales, de derecha y centro-derecha, genera un estigma terrible en la sociedad actual, un estigma basado en una falacia intelectualmente irrisoria, pero que logra llegar a miles de personas, gracias principalmente a las redes sociales, que simplifican el mensaje y convierten una imagen o un símbolo en toda una declaración política.

Podemos no ha sido, en definitiva, otra cosa que la propia prolongación del carácter revolucionario y extremista de su líder

Como ya hemos señalado en otros artículos, los mítines de Vox, durante la reciente campaña de las elecciones madrileñas, han sido el ejemplo más evidente de ello. La lapidación de la «plaza roja» de Vallecas fue consecuencia directa de la demonización de Vox, de un ataque sistemático que vienen realizando distintos partidos políticos (cierto que no solamente Podemos, aunque sus miembros han sido con diferencia los más beligerantes). De haber ocurrido una desgracia personal, un fallecimiento o algún herido de gravedad, es evidente que se hubiese podido acudir a los tribunales con una acusación muy concreta contra todos ellos (de hecho, Vox presentó querella contra Grande Marlaska, y denuncia contra Juan Carlos Monedero, Mercedes González, un mando policial y la dirección del grupo ultra de los Bukaneros, seguidores del Rayo Vallecano).

Es muy posible que Podemos no se recupere de la jubilación anticipada de su líder carismático, y quizá desaparezca dentro de unos años. No parece que Ione Belarra o Yolanda Díaz puedan mantener la energía del discurso de Iglesias ante el electorado de extrema izquierda. Y es que Podemos no ha sido, en definitiva, otra cosa que la propia prolongación del carácter revolucionario y extremista de su líder. Lejos de defender en la práctica a las clases trabajadoras y a las familias de clase media, Podemos se ha ido enfrascando en trifulcas de medio pelo, con los peores compañeros de viaje, en caminos a ninguna parte, como la ideología de género. Más empeñados en defender lo indefendible que en dar voz a quienes siguen sin tener voz, incluso después del paso de Pablo Iglesias por el Gobierno de España.

Lo más terrible que uno puede decir después de haber pasado por la vida pública durante varios lustros es que, en el momento de marcharse, prácticamente nadie te echó de menos. Esa es la desgracia de este alborotador profesional llamado Pablo Iglesias: que probablemente el único sitio donde van a lamentar su ausencia en la política será en su propia casa.

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