
Nuestro mundo literario y cinematográfico lleva tiempo cultivando las distopías. Empezaron siendo libros para adultos con no pocas implicaciones filosóficas, políticas y sociales, y han llegado a nuestros días convertidas en sagas para adolescentes, llevadas al cine mainstream con pingües beneficios.
Comenzaron como metáforas proféticas de regímenes totalitarios y sistemas tiránicos, pero con el tiempo se desplegaron en distopías sanitarias, científicas, ecológicas, alienígenas e incluso atestadas de zombis y otras creaturas infernales. Lo cierto es que en medio de mucha morralla, esta diversificación del género nos ha dejado obras literarias y fílmicas de indudable valor e interés.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraPero se acabó el juego. La distopía, que según la Real Academia ha de ser una representación ficticia y referida a una sociedad futura, se ha vaciado de contenido en apenas dos meses. La hecatombe sanitaria y económica planetaria que vivimos, de características absolutamente distópicas, resulta que es real, no ficticia, y es presente, no futura. Ya no tiene sentido como género literario ni cinematográfico, ya que su profunda vocación es prevenirnos de futuros nada deseables. Pero ese futuro ha llegado y se declina en presente de indicativo.
Sin embargo, hay que llamar la atención sobre una diferencia significativa entre las distopías y lo que estamos viviendo. Y es que nuestro presente no se rige por un guion del que se sabe el final. Un final que, en el caso de las distopías hollywoodienses, termina con el triunfo de la voluntad, la gloria del héroe y la restauración del orden social. En el plano de nuestra realidad ni sabemos el final, ni parece tan fácil la restauración del estado de cosas previo.
¿Merece la pena volver a confiar en las ideologías, que no han servido absolutamente para nada en este tiempo de pesadilla?
Aunque lo realmente importante es que nos preguntemos si verdaderamente queremos que las cosas vuelvan a ser como antes. Obviamente sí en el plano de la salud, de la libertad de movimiento y de reunión, sí al deseo de volver a trabajar con normalidad y ver a nuestras familias y amigos. Pero ¿queremos volver a ese modelo económico levantado sobre nuevas formas de esclavitud? ¿Queremos volver a un sistema cuya regla del máximo beneficio ha llevado a la destrucción de nuestro planeta, al que ahora hemos dado una tregua de dos meses? ¿Deseamos retomar una cultura de la muerte, de la eutanasia y del aborto, cuando hemos hecho lo indecible por salvar a nuestros mayores? ¿Merece la pena volver a confiar en las ideologías, que no han servido absolutamente para nada en este tiempo de pesadilla? ¿Queremos retornar a nuestra forma narcisista e individualista de vivir, basada en el miedo al otro, al inmigrante, al indigente, al que piensa diferente? Después de las innumerables experiencias que hemos vivido de solidaridad, de fraternidad, de entrega, de coraje, de sacrificio, de auténtica religiosidad… ¿queremos volver a lo de antes? ¿A los muros, al sálvese quién pueda, al “ande yo caliente”, a las relaciones líquidas y a las relaciones mercantiles? ¿No hemos aprendido nada?
En ese sentido quiero terminar recordando las palabras que pronunció el capuchino Raniero Cantalamessa al final de su predicación en la basílica de San Pedro el pasado Viernes Santo: “Nosotros también, después de estos días que esperamos sean cortos, nos levantaremos y saldremos de las tumbas de nuestros hogares. No para volver a la vida anterior, como Lázaro, sino a una vida nueva, como Jesús. Una vida más fraterna, una vida más humana”.