Una vez, un amigo de mi marido, cenando en casa, nos contó cómo enloqueció en su presencia un compañero con el que había salido de excursión a solas.
El caso concreto, las circunstancias, no vienen al caso. Pero no fue una cosa gradual; sencillamente, unos minutos antes estabas hablando con una persona normal, que conocías, y de repente estabas ante un loco. De atar, diciendo cosas de esas que te ponen la carne de gallina. Solos los dos en la montaña, con un largo trayecto de vuelta a la ciudad.
A menudo tenemos a flor de labios la palabra ‘locura’ para aplicarla a decisiones que nos parecen disparatadas, de esas que abundan en la política, cuando en realidad son síntoma de mera y simple estupidez, demagogia elemental o, más a menudo, intereses puros y duros.
Pero de un tiempo a esta parte empiezo a sospechar que el pensamiento único se desliza peligrosamente hacia la psicopatología más evidente. Por ejemplo, el cartel de las Fiestas de la Mercé, Patrona de la Barcelona. Es una mujer negra. Africana, subsahariana, por más señas.
La Virgen de la Mercé o de la Merced, no hay que decirlo, siempre se ha representado como una mujer blanca. Pero, claro, nadie espera que una fiesta patronal de 2019 tenga vínculo alguno con el santo que le da el nombre y la ocasión, como no se pretende que lo que suele suceder en San Fermín fuera a ser muy del agrado del santo.
Hasta ahí, llego. Son, sin más, fiestas de la localidad, la que sea. Pero sucede que Barcelona no está al sur del Sahel, y que si eligiésemos al azar a una mujer barcelonesa como representante de la ciudad, las probabilidades de que se tratase de una mujer como la que aparece en el cartel son muy, muy pequeñas.
Por supuesto, hay una razón ‘política’. Leo en la página del ayuntamiento un artículo titulado ‘Apoyo al ‘Open Arms’ para que vuelva a salvar vidas en el Mediterráneo’, donde se cuenta que “desde el Consistorio se ha afianzado el compromiso con la tarea humanitaria de la ONG, con la cual se ha firmado un nuevo convenio de colaboración de cerca de medio millón de euros”.
Y eso explica que las inmemoriales fiestas de la Patrona de Barcelona se representen este año con la figura de una mujer subsahariana, con evidente desprecio a la población de Barcelona y a toda su historia. Porque siempre es política, porque todo es política, y la política hoy de la progresía parece consistir en un aborrecimiento patológico por el pueblo real, el que existe, por lo propio y lo familiar, que no se ve la hora de sustituirlo por otro de fuera. Que, evidente, no es Barcelona.
El cartel de las Fiestas de la Mercé no es importante. Es solo un cartel. Pero lo que representa, lo que hay detrás, lo que simboliza y casi grita, es el reflejo de una quiebra en la cordura de nuestras élites
Ahora, todo esto no tiene nada que ver con el racismo. No tiene nada que ver con la compasión por quienes tienen que huir de sus países para encontrar acogida en Europa, o incluso por quienes solo dejan atrás una situación peor y quieren algo mejor en estos lares. No tiene absolutamente nada que ver.
No quieren el Open Arms -una ONG que se coordina con los traficantes de personas para recoger a los subsaharianos en las costas de Libia, no exactamente un rescate en altamar- porque se apiaden de los recién llegados; ni siquiera creo que les importe gran cosa su destino personal, o quizá tratarían de arreglar su situación en origen, antes de emprender el costoso y azaroso viaje y dejar atrás todo lo que les es familiar. No, no es amor por lo de fuera; es odio, un extraño odio por lo de dentro. Esa es la locura, esa es la verdadera fobia a la que la modernidad prefiere no buscarle nombre.
Solo en este cartel quedan retratadas dos locuras del pensamiento único acelerado que está convirtiendo nuestra convivencia en una pugna a cara de perro: esa horrible manía de ideologizarlo todo, convertirlo todo en una lucha de poder, incluso una apacible fiesta patronal; y la endofobia galopante, el aborrecimiento por lo que existe, por lo real, por lo familiar, por lo propio. ¿Qué sentido tiene hablar de Barcelona como una comunidad -única razón para que, entre otras cosas, tenga fiesta propia- si no importa si es una ciudad de la Europa mediterránea o una población subsahariana? Una ciudad, ¿son sus edificios, o es su gente? Un país, ¿son sus montes y ríos o es el pueblo que lo habita?
Más de una vez he comentado la pulsión de muerte que sacude a Occidente o, al menos, a quienes deciden qué debemos pensar. Pero todo se acelera hacia el final, toda tendencia que empieza con disimulos y moderación, con razones plausibles y disfrazada de las mejores y más respetables intenciones, acaba enseñando la patita, acaba haciéndose evidente incluso en sus formas más monstruosas.
El cartel de las Fiestas de la Mercé no es importante. Es solo un cartel. Pero lo que representa, lo que hay detrás, lo que simboliza y casi grita, es el reflejo de una quiebra en la cordura de nuestras élites, un autoodio que está devorándonos.
Es el momento en que, de repente, el amigo con el que llevas hablando plácidamente toda la tarde se revela como un loco, y un loco peligroso.
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