Tenemos a tres cuartos de la profesión regurgitando una catarata de datos contradictorios o rápidamente superados de boca de un sinfín de ‘expertos’ de toda laya y condición, y dedicándose a especular en vacío sobre los efectos a largo plazo de la pandemia.
Les dejaré hacer. En este punto, no me interesan tanto los efectos directos de la pandemia como sus usos. Porque los principales efectos no van a llegar por la peste en cuestión, sino por el uso que se está haciendo de ella, que cada día me recuerda más a gritar “¡fuego!” en un cine atestado de gente ante la llama de un mechero.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraTodo puede cambiar, naturalmente, y me comeré mis palabras si se diera el caso, pero los fríos datos que nos llegan -recolectados bien, mal o regular- llevan a pensar que sin información alguna esta misteriosa enfermedad hubiera pasado por la historia solo con un poco más pena que gloria. No parece que sea exactamente la Peste Bubónica, corríjanme si me equivoco.
Así que lo más gordo, la parte del león, vendrá del curioso uso que se le está dando a la pandemia que es, lo habrán adivinado, aprovecharla para aumentar su control sobre nuestras vidas a unos niveles que Mao consideraría inalcanzables.
Dudo que ninguno esperara rebaño tan dócil en nosotros, que nos dejamos encerrar y marear -ahora los niños, dentro de X días, una cervecita, luego, ya iremos viendo- sin chistar apenas
Como test, sus resultados deben de estar poniéndoles los dientes largos a nuestras élites políticas. Dudo que ninguno esperara rebaño tan dócil en nosotros, que nos dejamos encerrar y marear -ahora los niños, dentro de X días, una cervecita, luego, ya iremos viendo- sin chistar apenas. Hasta nuestros líderes han sobrevalorado nuestro amor a la libertad.
¿Y saben lo más curioso? Que no es que nos hayamos fiado de los ‘expertos’. Podría aburrirles con opiniones de expertos en todas las direcciones imaginables, frecuentemente contradictorias. No: nos hemos fiado hasta la última ovejita de esa misma clase política que llevamos decenios llamando incompetente, ladrona, mentirosa y charlatana, de esos mismos que hasta ayer decíamos despreciar. No han necesitado nada, y ahora tenemos esa ominosa situación, propia de los totalitarismos, en los que el ciudadano normal, honrado cumplidor de sus deberes, teme al policía que se acerca en lugar de ver en él a un garante de sus derechos y libertades.
Hemos llegado así a la distopía perfecta, con lo peor del colectivismo y lo más triste del individualismo, haciéndonos a una obediencia más propia aún de animal doméstico que de esclavo humano
El siglo pasado lo gastamos en una pelea entre individualistas y colectivistas, entre partidarios del sector privado y los del público y ha bastado este miedo inasible y difuso a lo que, en cualquier caso, es nuestro destino para darnos cuenta de que eran lo mismo. Nada más colectivizado que este miedo y estas instrucciones, que los aplausos diarios a hora fija y al encierro que nos afecta a todos. Nada más individualista que ese evitar los encuentros, ese ver en cualquiera -en nuestro amable vecino, en nuestro amigo de toda la vida, en nuestro novio- a un enemigo potencial, portador de lo que puede enfermarnos. Si tenemos una razón reglamentada para pisar la calle (no se olvide del certificado), avanzamos con miedo, sorteando de lejos al prójimo. Desde arriba, desde el aire, debemos dar un curioso espectáculo a los pájaros, que verán la coreografía misantrópica de nuestros solitarios trayectos.
Hemos llegado así a la distopía perfecta, con lo peor del colectivismo y lo más triste del individualismo, haciéndonos a una obediencia más propia aún de animal doméstico que de esclavo humano. Les ruego, si tienen cuenta en Twitter, que revisen el anuncio del Ministerio de Sanidad sobre lo que se nos permite. También, me dicen, sale en la tele, una voz femenina un poco robótica y unos dibujos de una mujer y una niña que andan rígidos y con cara de haberles dado un ictus. Y te dice cosas como «No está permitido X» «No hables con otros adultos o niños» etcétera. Da mucho miedo “Las niñas y niños menores de 14 años ya pueden salir a pasear. La norma es fácil de aplicar con la fórmula de los 4 unos: 1 adulto, 1 vez al día, 1 hora de duración, 1 kilómetro máximo de trayecto. Hazlo con responsabilidad y cumpliendo con las medidas de higiene y distancia de seguridad”. Esto lo pones en una novela de anticipación y te acusan de excesivamente fantasiosa y alarmista.
Y no, no miren fuera. No miren a esos políticos: somos nosotros. Es nuestro miedo. Aunque no hubiera multas, habría gente vociferando desde la ventana o desde el otro lado de la acera al infractor, como hay gente que considera “irresponsable” acabar con el confinamiento más estricto hasta que haya cero riesgo, es decir, hasta que podamos vivir del aire y alguien haya descubierto el secreto de la inmortalidad.
Ahora ya lo saben, y estas cosas van así: una vez que se acostumbran a imponernos un control, se les hace muy cuesta arriba soltarlo. Seremos pobres, estaremos arruinados, pero, sobre todo, estaremos en sus manos como nunca antes en la historia.