Trump se dirige a la multitud en un mitin electoral en Pennsylvania /EFE
Trump se dirige a la multitud en un mitin electoral en Pennsylvania /EFE

Una de las imposiciones mentales colectivas más insidiosas es la idea de que no existe la normalidad. ¿Qué es normal?, me pregunta el moderno de turno cuando hago la cada vez más frecuente observación sobre un detalle de la actualidad de que “esto no es normal”.

No existe la normalidad porque no existe la norma, y lo bueno y lo malo solo tiene un modo de juzgarse: lo nuevo es siempre mejor y preferible que lo anterior.

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Y, sin embargo, con el tiempo he llegado a intuir que la más importante de todas las batallas de hoy es esta de recuperar el instinto de lo que es normal, de lo que reconocemos como normal o como anómalo intuitivamente antes de que descienda sobre nuestra consciencia el esquema ideológico de turno. Casi puedo ver en la cara de quienes me rodean ese instante de casi imperceptible autorrepresión ante lo que es anormal.

Y tengo para mí que eso, ese instinto, ese reprimido deseo por lo normal, y por el permiso de decir en alto que “eso no es normal” la principal fuerza que impulsa el voto a Trump, que de una manera u otra ya está decidido para cuando lean estas líneas.

Estoy segura de que si a pie de urna le preguntaran a un votante de Trump qué ha decidido su voto, probablemente hablara vagamante de que la economía va mejor con el presidente, o que los demócratas quieren destruir América, o que ya está bien de aventuras bélicas exteriores o que Biden es un corrupto, o que el señor Tron va a hacer América grande de nuevo, vaya usted a saber.

Pero sospecho que en muchísimos, sin que quizá lo hagan tan explícito como para darse cuenta siquiera, hay una elemental hambre de normalidad, de cosas normales, gente normal, vida normal. Y, todavía más, de poder decir en alto: “eso no es normal” sin convertirse en reos de un delito de pensamiento.

Si gana Trump la gente con sed de normalidad sabrá que, al menos, tiene a su lado al presidente en ese profundo y casi inconfesable anhelo

Vivimos un tiempo en que lo excepcional -aunque solo sea estadísticamente- parece gobernar sobre los normal, que apartarse de la norma en lo vital es tan meritorio y digno de aplauso como es denunciable y sacrílego apartarse de ella en las ideas. Lo anómalo, lo más que minoritario y excéntrico, se exhibe como condecoraciones y puntos fuertes de cualquier currículo.

Paradójicamente, un conservador podría justificar su voto antiTrump diciendo que no ha hecho nada por detener esta deriva, y tendría un argumento bastante defendible. En estos cuatro años, Estados Unidos no se ha apartado del resto de Occidente en esa guerra contra la noción misma de normalidad, ha seguido persiguiéndose, cada día con más saña, al niño que dice en alto que el rey está en pelota picada, y el ansia por recuperar la perdida normalidad es considerada públicamente como la única perversión admitida.

Todo eso es cierto, Trump no ha dado la vuelta a todo eso. Que haya podido o no es otra cuestión. Pero el mismo hecho de que esté allí, en la Casa Blanca, que sea el presidente, ha dado ‘permiso’ a millones de personas para pensar como lo hacen, para sentir como lo hacen. Si el presidente piensa esto, quizá yo no esté tan loco, ni sea tan raro, ni necesite ayuda psiquiátrica o uno de eso cursos que dan ahora las empresas para extirpar los ‘prejuicios implícitos’.

De hecho, uno de los últimos grandes actos de Trump antes de iniciar en serio la campaña, que ha pasado casi desapercibido aquí, tiene, sin embargo, muchísima importancia: ha prohibido a todas las agencias gubernamentales y a las contratistas del Gobierno que obliguen a sus subordinados a someterse a estas infames ordalías de humillación colectiva que les obligan a confesarse racistas, machistas, xenófobos y todos los demás pecados imperdonables de la posmodernidad.

Eso, creo, es lo que atrae a más gente de Trump: parece partidario de lo normal. No habla de Estados Unidos como de un país donde el racismo es “sistémico” e incurable. No actúa como si el americano medio tuviera que pedir perdón a cada paso por ser quienes son, como si toda la civilización occidental fuera un gigantesco error y un crimen, como si a todos los estilos de vida excéntricos y minoritarios hasta lo infinitesimal se les debiera una especial reverencia y consideración.

Si pierde Trump, todo eso se hará imposible. La abolición de la normalidad, la prohibición de expresar deseos de normalidad, se convertirán en la ley de la tierra, y la vuelta atrás se hará enormemente difícil.

Si gana, no creo que vayamos a ver un vuelco en una tendencia demasiado fuerte para un solo hombre, pero quizá tengamos un respiro, y la gente con sed de normalidad sabrá que, al menos, tiene a su lado al presidente en ese profundo y casi inconfesable anhelo.

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