Me espantaría haber dejado en los lectores la impresión, con mis frecuentes burlas y críticas a lo políticamente correcto, la sensación de que el supremacismo no existe o que es un problema muy menor y marginal. Al contrario: el supremacismo es la esencia de ese nuevo imperialismo que se conoce como globalismo.
Solo que, evidentemente, no se parece nada en absoluto a lo que nos venden de continuo desde los medios de comunicación, e ilustraré lo que digo con el último y esperpéntico ejemplo de corrección política enloquecida.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraAyer se inauguró el 117 Congreso de los Estados Unidos, y quiere la costumbre que se haga con una oración. Esta estuvo a cargo del diputado de la Cámara de Representantes Emanuel Cleaver, demócrata de Monatana, quien al acostumbrado “amen” del final añadió un “a-women”.
¿Lo pillan? ‘Men’ es ‘hombres’ en inglés, así que, para ser inclusivos, hay que añadir ‘women’ en cualquier palabra que contenga la sílaba maldita. No comment. Y no comwoment, tampoco.
Naturalmente, esto es de gente que ha perdido la cabeza, o tan envilecidamente cobardes que prefieren el ridículo a incurrir en la ira de los guardianes de la pureza ideológica. Pero es también la prueba del supremacismo del que les hablaba antes. Porque amén es, como sabrán, una palabra hebrea a la que se da el sentido de “así es/así sea”, aunque su traducción más precisa sería algo como “ciertamente, en verdad”. No solo no tiene nada que ver con lo varones sino que ni siquiera es una palabra con género gramatical.
Pero eso da igual, porque todo ese abajamiento y humillación ritual que representa el eje de la autovictimización continua tiene por centro Occidente y, dentro de Occidente, el mundo anglosajón, donde usted y yo, aunque seamos rubios y con los ojos azules y descendamos directamente de vikingos ni siquiera seríamos ‘blancos’, sino ‘hispanos’ como categoría racial en Estados Unidos.
Así que, cuando oigan hablar de globalismo, multiculturalismo y diversidad, no les crean, porque es todo lo contrario. Es el más estrecho provincianismo del misionero metodista de Manchester en el África Ecuatorial predicando a los salvajes higiene y el té de las cinco. Es el mismo anglocentrismo que, hace ya décadas, inventó el término ‘herstory‘ para oponer a la historia oficial (history) otra centrada en las mujeres. Claro que la ‘his’ de ‘historia’ no tiene nada que ver con el posesivo inglés “suyo de él”, sino que procede de una palabra griega, pero qué más da: ellos son el centro, y tienen el mandato del cielo para juzgar al resto de la humanidad.
Globalismo no es más que un nombre bonito para llamar al imperialismo de toda la vida, pero con la ominosa aspiración de no dejar un solo centímetro cuadrado del planeta fuera del esquema
De hecho, una de las mejores críticas contra el globalismo la leí en la primera novela de un joven Chesterton, ‘El Napoleón de Nottinghill’. Ya en esa lejana época el globalismo era la visión dominante en las capas rectoras de la Gran Bretaña imperial, y uno de los personajes de la novela, un depuesto presidente de Nicaragua, pone el dedo en la llaga del supuesto universalismo defendido por los funcionarios británicos, haciendo ver que no es más que la imposición de un imperio de naturaleza occidental y, sobre todo, británica.
Estamos en las mismas hoy. Globalismo no es más que un nombre bonito para llamar al imperialismo de toda la vida, pero con la ominosa aspiración de no dejar un solo centímetro cuadrado del planeta fuera del esquema. De igual forma, multiculturalismo no es la aceptación en pie de igualdad de todas las culturas, como los colores en una caja de lápices, sino un potaje indigerible de mil ingredientes superficiales supeditados por completo a las ideas occidentales surgidas de la Ilustración, del mismo modo que el culto de la ‘diversidad’ supone el fin de toda diversidad real.
Lo único que ha preservado la extraordinaria diversidad de nuestro planeta ha sido, precisamente, las fronteras, el hecho de que cada pueblo pueda desarrollar su propia cultura sin la imposición de culturas ajenas. Y es que el moderno, cuando piensa en multiculturalidad, piensa en que haya una variada oferta de restaurantes étnicos en su ciudad, o en estilos musicales, celebraciones varias. Folclore, en definitiva, la espuma de la cultura. Pero no piensa por un minuto que en ese mundo sometido a un solo gobierno vaya a permitirse la circuncisión femenina o se vaya a considerar la práctica de la sodomía como una abominación, por citar ‘prácticas culturales’ muy extendidas.
El problema es que el occidental cree que sus ideas no tienen un origen cultural, no piensa en sus ideas como “sus” ideas, sino que cree haber dado en todo con “ideas universales”, algo a lo que el resto del mundo, aunque no tenga siempre la potencia para decirlo en alto, objeta vigorosamente.
Y es este supremacismo inconsciente lo que constituye el eje de la ideología que se nos quiere imponer, un espacio mundial sin lealtades personales, familiares o nacionales, sin raíces ni apegos, pero con una ideología de raíz anglosajona ante la que todos tengamos que decir amén. Y a-women.