En su plan de ayudas para la recuperación postcovid, la Administración Biden aprobó un paquete de medidas que incluían ayudas a los granjeros, pero con una curiosa condición: tenían que ser negros, indios, hispanos o asiáticos. Los blancos podían estar arruinados, pero ajo y agua, por supremacistas.
Pero Adam Faust no está de acuerdo, y va a llevar el caso a los tribunales, alegando que el programa es racista. Faust, un granjero discapacitado que dirige una granja familiar bovina en Chilton, Winsconsin, se ha unido a otros demandantes para llevar a cabo su acción legal.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraLo que está en juego es un programa de 4.000 millones de dólares en ayudas a granjeros que hayan sufrido pérdidas, a condición de que no sean blancos, una condición que no se veía en la legislación norteamericana al menos desde la lucha por los derechos civiles de finales de los años sesenta del pasado siglo. “Es descaradamente racista y realmente no creo que se deba permitir el racismo en el gobierno federal a ningún nivel”, ha declarado Faust a la cadena local WLUK-TV.
Faust debe de haber pasado el último año muy ocupado con sus vacas Holstein, porque todo el mundo sabe ya que en la Norteamérica de Joe Biden -ese viejo varón blanco heterosexual- ser racista no solo es legítimo, sino eminentemente virtuoso.
Los norteamericanos tienen un extrañísimo fetiche con la raza, lo que no dejaría de ser una peculiaridad nacional, como el kilt escocés, sino fuera por su empeño evangelizador de imponerlo a todo el planeta. Siendo hija de un pueblo que lo segundo que hizo al llegar a América fue aparearse alegremente con las indígenas (lo primero fue tomar posesión de la tierra en nombre de Dios y de sus Católicas Majestades), me cuesta entrar en esta aburrida obsesión por el pantone epidérmico que parece no tener fin y que se ha vuelto francamente masoquista y peligrosa.
El mal del racismo está en enfrentar a los grupos humanos y en dar a aspectos biológicos menores el peso de una diferencia esencial que califique al individuo, y no mejora por el hecho de que se le dé la vuelta
Masoquista, porque es un deporte de anglosajones blancos en un país fundado por anglosajones blancos que han decidido que no hay nada peor que los anglosajones blancos y que deben desaparecer, no sin antes hacer sentida penitencia por el horror de su deficiencia de melanina.
Y peligrosa porque el mal del racismo está en enfrentar a los grupos humanos y en dar a aspectos biológicos menores el peso de una diferencia esencial que califique al individuo, y no mejora por el hecho de que se le dé la vuelta. Lo que soñaba el héroe de la lucha por los derechos civiles, el predicador Martin Luther King, era un país en el que se juzgue a la gente por “el contenido de su carácter”, no por el color de la piel. Cambiar el color negro por el blanco no hace del racismo algo menos odioso.
Pero, sobre todo, porque la población blanca es la que ha hecho Estados Unidos, la que constituye aún una mayoría demográfica y la que despliega mayor apego por la permanencia de las estructuras sociales; forzar su hostilidad y desapego no puede traer más que desastres. Decirle a la mayoría blanca todos los días y a cada ocasión que son lo peor y que deberían desaparecer; que son culpables de todos los males y que el mundo respirará aliviado cuando se extingan, no sé, no me parece el mejor sistema para lograr la armonía racial, pero qué sabré yo.
Biden señaló el primer día tras su toma de posesión que la prioridad de su mandato era acabar con el ‘supremacismo blanco’, la mayor amenaza para la seguridad nacional, y dado que el supremacismo blanco no existe o es algo realmente marginal en un país que ha elegido por dos veces a un negro como presidente, eso significa, sin más, que el Estado declara a los blancos una guerra de baja intensidad.
No es una lucha entre negros y blancos; es una lucha entre blancos y blancos, los primeros usando a las demás razas como carne de cañón en su lucha por el poder.
Por lo demás, hace un flaquísimo favor a las razas que finge favorecer, y entre las que alimenta una cultura del victimismo que paraliza su despegue y desarrollo, al convencerles de que nada de lo que les suceda es jamás responsabilidad suya, sino culpa del diablo blanco, y que merecen subvenciones, ayudas y privilegios por razón de su raza.