La vicepresidenta de Asuntos Económicos y Transformación Digital, Nadia Calviño, la portavoz del gobierno y ministra de Hacienda, María Jesús Montero, y el vicepresidente segundo y ministro de Derechos Sociales y Agenda 2030, Pablo Iglesias. /EFE
La vicepresidenta de Asuntos Económicos y Transformación Digital, Nadia Calviño, la portavoz del gobierno y ministra de Hacienda, María Jesús Montero, y el vicepresidente segundo y ministro de Derechos Sociales y Agenda 2030, Pablo Iglesias. /EFE

La pandemia que asola España nos deja cada día evidencias de sus funestas consecuencias en distintos ámbitos. Principalmente, en el sanitario, con centenares de muertos y miles de nuevos infectados, engrosando unas cifras que no acaban de estabilizarse, por más que el Gobierno no sepa ya a qué espíritu maoísta encomendarse. Paralelamente, a paso más lento, pero clavado con mayor vocación de permanencia en la piel de nuestra nación, en el económico, abriendo unas heridas por las que habremos de sangrar larga y prolongadamente, sin que para estas haya unos sanitario suficientemente preparados a los que podamos aplaudir cuando tengan que intubarnos a todos a la vez y buscar un remedio eficaz contra semejante dolencia.

De la primera saldremos, antes o después, aunque sea por el instinto de supervivencia y de conservación propio de la especie. De la segunda, sólo Dios sabe cómo, porque aún ni intuimos el tamaño de la ola. Pero consuela saber que en esa reconstrucción estará implicado el mundo entero y somos muchos pensando como para que a nadie se le ocurra una idea adecuada para rescatarnos del abismo.

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Sin embargo, hay un tercer ámbito, netamente español, para el que, o despertamos a tiempo, o no vamos a encontrar quién nos saque las castañas del fuego, porque éstas, lector, son exclusivamente nuestra responsabilidad.

Y es que esta pandemia amenaza, y con poca intención de disimulo, con arrasar también con nuestro sistema de derechos y libertades.

En un país normal, con un Gobierno normal, la totalidad de los esfuerzos de la Nación estarían dirigidos a enfrentar la crisis y anteponerse a lo que se derive de la misma. Aquí no. No porque España sea diferente ni los españoles más torpes que el resto de seres humanos que pueblan la Tierra, sino porque el nivel de felonía del presidente y su pléyade ministerial tiene pocos paralelismos diseminados por el orbe, para gracia y bendición del resto de naciones.

Aquí, los dos gobiernos en uno, o el Gobierno bicéfalo (según se empiece mirando por los cuernos o por la cola), mantienen intacta su agenda, para la que el coronavirus no es sino una oportunidad más para implantarla sin nadie que se le oponga.

Comenzaron, con la excusa de evitar contagios entre los diputados, paralizando la actividad parlamentaria, dejando sin voz a la oposición, y sin control al Gobierno. Así, y para apuntalar este silencioso y silenciado golpe institucional, PSOE y Podemos urdieron la trama necesaria para que el control de la Mesa del Congreso (donde se admiten o rechazan las iniciativas de los grupos parlamentarios) quedase en manos exclusivamente de su presidente, la socialista Meritxell Batet. Junto a ello, la izquierda acordó bloquear todas las iniciativas parlamentarias que supusiesen un parapeto a la acción del Gobierno, mediante la suspensión de los plazos de todas aquellas que se encontrasen en tramitación, impidiendo, además, la presentación de ninguna otra.

De este modo, se atenta contra la Ley Orgánica que regula el estado de alarma, que en ningún caso permite que se interrumpa el funcionamiento de los poderes constitucionales del Estado. Pero la izquierda, abiertamente totalitaria, y demócrata sólo cuando necesita las urnas para usarlas como escaleras para asaltar el poder, no está por la labor de dejar pasar esta oportunidad tan jugosa. Tiene la excusa perfecta para cumplir su sueño de amordazar a la oposición. Y lo ha hecho.

Así, silenciadas las voces discordantes en fecha 19 de marzo, publicó en el BOE del día 21 el Decreto por el que reanudaba “por razones de interés general todos los procedimientos para solicitar y conceder la gracia del indulto que estuvieran en tramitación con fecha 14 de marzo de 2020 o que se hayan iniciado o vayan a iniciarse con posterioridad a dicha fecha». Es decir: mientras mantiene paralizada toda actividad judicial, salvo casos muy concretos, abría la puerta a, dentro del caos y el marasmo social, poder conceder el indulto a los condenados por el golpe de Estado en Cataluña. Sin tener que dar explicación alguna ante el Congreso.

Así, desactivado el principal de los pilares del sistema democrático, se hacía necesario asaltar el siguiente bastión: la prensa.

Los medios y periodistas españoles, ya de por sí entregados servilmente a la izquierda en general, y al poder que ésta detente en particular, han sido amablemente invitados a inclinar la cerviz ante el Gobierno, y gustosos, lo han hecho. Los mismos periodistas que se manifestaron dentro del Congreso contra Aznar por la muerte de un periodista en la guerra de Irak (como si Aznar fuese culpable de que ese señor hubiese decidido ganar una millonada cubriendo el conflicto) y que le lanzaron a los pies sus cámaras y sus micrófonos, hoy cierran la boca cuando desde Moncloa no se les permite acceder a las ruedas de prensa. En éstas, las preguntas son elegidas y seleccionadas con cautela por el secretario de Estado de Comunicación, Miguel Ángel Oliver, quién, a su vez, veta a los pocos medios molestos y críticos con la actuación gubernamental.

Y, en un gesto de infinito cinismo, cuando aprecia que falta la pregunta oportuna para que su jefe se luzca, es él mismo quien las formula, anotando que “las han hecho llegar a través de redes sociales”, sin citar en cuál de ellas, ni por quién se ha efectuado.

De este modo, neutralizada la prensa, es necesario multiplicar las apariciones públicas, no para dar las explicaciones oportunas a la población, sino para desarrollar las habituales actividades propagandísticas de las que vive la izquierda desde que la inventaron. Ya lo dijo Iglesias en aquella conferencia titulada Comunicación política en tiempos de crisis, preguntado por si era más importante educar o hacer propaganda: «Propaganda, sin lugar a dudas», respondía el líder de extrema izquierda. Dicho y hecho. Mítines en la televisión pública que superan ampliamente la hora de duración. Palabras huecas, sin datos ni rigor, pero llenas de populismo, demagogia y sensiblería, ataques velados y no tanto a la oposición a la que piden lealtad, en la más genuina estela chavista.

Pero el golpe había de ser perfecto y certero. Faltaba un detalle: hacer dulce el sapo que la prensa se tragaba. No hacía falta demasiado. Quince millones de euros de todos los españoles, robados a los autónomos, a las pymes y a sanidad, entregados a las televisiones de los grupos Atresmedia y Mediaset, casualmente, las de mayor facturación en España.

Si la democracia se fundamenta en un sistema de derechos fundamentales y garantías constitucionales, hoy limitadas por el estado de alarma y por las decisiones conscientes de PSOE y Podemos, así como en la libertad de transmitir y difundir una comunicación veraz que contribuya a establecer criterios adultos en una sociedad pretendidamente madura, hoy aniquilados por la izquierda gubernamental, entendemos que no nos equivocamos si afirmamos que el estado de alarma ha de poner en alarma el propio Estado, y a la Nación que lo constituye.

De no ser así, pasará la crisis sanitaria y hasta amainará la tormenta económica. Pero el sendero de las libertades acabará por difuminarse entre las zarzas y los lodazales de una izquierda de espíritu totalitario. Que suenen las alarmas.

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