Es conveniente estar atento con lo que ocurre en los Estados Unidos porque la probabilidad de que lo que sucede allí llegue a esta orilla del Atlántico es elevada. Lo que nos puede parecer un delirio sin posibilidad de arraigo aquí se convierte a menudo en algo completamente aceptado en poco tiempo. No es la primera vez que ocurre, así que creo que puede ser conveniente echarle una mirada al tema de las reparaciones por la esclavitud.
De hecho, el pasado mes de abril el Comité Judicial de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos aprobó un proyecto de ley que establece una comisión de 13 personas para estudiar las reparaciones que el gobierno federal debería pagar por la esclavitud, vigente en los Estados Unidos hasta 1865. De este modo no hacen más que poner en práctica uno de los compromisos de campaña del ahora presidente Joe Biden.
No sabemos qué concluirá ese comité (aunque algo nos olemos), pero en cualquier caso la idea de que el Estado debe pagar una indemnización a los descendientes de los esclavos, por muy woke que sea, plantea problemas insolubles. Empezando por quién puede reclamar esa indemnización. ¿Será necesario demostrar que tu linaje se remonta a alguien que fue esclavizado? Pues va a ser bastante complicado, porque los registros de los archivos de la población esclava de Estados Unidos son irremediablemente incompletos. ¿Se hará entonces por el color de la piel? De este modo, por ejemplo, el privilegiado Obama, hijo de una blanca y de un negro africano, sería calificado injustamente como potencial indemnizado. ¿O harán a todos tests de ADN para determinar quiénes eran sus antepasados? Lo más probable es que se lleven abundantes sorpresas y descubran unos orígenes bastante heterogéneos.
Es casi seguro que encontrarán quién lleva sangre de esclavos, pero también, al mismo tiempo, sangre de quienes se beneficiaron del esclavismo. Víctima y verdugo al mismo tiempo. Debido a las violaciones y al concubinato generalizados, muchos negros estadounidenses son portadores de una proporción considerable de genes europeos. Y también hay muchos estadounidenses producto de uniones mixtas voluntarias. ¿Qué haremos en estos casos? ¿Pagarán con su mano izquierda, como descendientes de esclavistas, lo que recibirán con su mano derecha, como descendientes de esclavos? Un juego de suma cero en el que solo saldrán ganando quienes han hecho de la victimización de determinados colectivos un pujante negocio político.
¿Es la esclavitud el único crimen que merece una reparación? ¿Qué me dicen de las condiciones inhumanas en las que trabajaban los chinos contratados para construir el ferrocarril?
Por no hablar de los numerosos y más recientes inmigrantes africanos que, lejos de descender de esclavos, descienden de quienes fueron cómplices de la trata de esclavos o, en algunos casos, directamente esclavistas que vendían su “mercancía” a los negreros que la transportaban a América. En estos casos, más que indemnizar deberíamos exigirles responsabilidades: «¿Por qué no será la historia más simple y esquemática?», se preguntarán los promotores de este tipo de políticas demagógicas.
El asunto se complica aún más si pensamos en quién debe de pagar la indemnización. El Estado, claro, pero el Estado somos todos, ¿no? O sea que pagamos todos: aquellos cuyos antepasados se beneficiaron del esclavismo, aquellos que fueron sus víctimas, aquellos con antepasados que fueron ambas cosas y, sobre todo, la inmensa mayoría que no tuvieron nada que ver con la esclavitud. Todos los italoamericanos, todos los estadounidenses de origen irlandés, polaco, judío, los de origen asiático, los hispanos, los nativos indígenas… Resulta bastante absurdo que todos ellos tengan que ver cómo una parte de sus impuestos se dedica a este tipo de reparaciones mientras se ignoran las injusticias que sufrieron sus ancestros.
Porque aquí surge otra pregunta: ¿es la esclavitud el único crimen que merece una reparación? ¿Qué me dicen de las condiciones inhumanas en las que trabajaban los chinos contratados para construir el ferrocarril? ¿No merecen una indemnización? ¿Y la explotación que sufrían los irlandeses llegados a la Costa Este huyendo de la hambruna, unas condiciones de vida y trabajo que llevaron a muchos a la muerte? ¿Por qué no indemnizar a sus descendientes por este trato inhumano? Y así podríamos seguir y seguir.
¿Si el Estado debe indemnizar por lo que hizo mal o permitió, no debería descontar de la indemnización lo que hizo bien o promovió?
Llegamos así al punto, decisivo, de establecer el importe de la indemnización: todo lo que no sea una suma cuantiosa puede parecer un insulto. Es lo que piensa el activista Ta-Nehisi Coates, quien propone una indemnización de 34.000 millones de dólares anuales durante varias décadas. Otro que se ha puesto a hacer cálculos es el empresario Robert Johnson, que aboga por 357.000 dólares por cabeza, llegando a un total de 14 millones de millones de dólares, unas tres veces el presupuesto federal de 2020. Algo sencillamente inimaginable.
Por otra parte, ¿si el Estado debe indemnizar por lo que hizo mal o permitió, no debería descontar de la indemnización lo que hizo bien o promovió? Dado que las reparaciones serían pagadas por los contribuyentes vivos hoy en día, personas que nunca han practicado o apoyado la esclavitud, estos pagos significarían instaurar legalmente el concepto de culpa hereditaria. Tú ya no serías responsables de tus actos, sino de los actos de todos y cada uno de tus antepasados (porque si empezamos a tomar en cuenta unos y descartar otros hacemos trampas). Los escenarios problemáticos que se abren son amplísimos. Aunque, como hemos señalado, ¿por qué fijarnos solo en lo malo? ¿No podría también haber una “virtud hereditaria”? ¿Qué tal una deducción en los impuestos si tus antepasados hicieron campaña por la abolición o lucharon por la Unión en la Guerra Civil?
No hace falta ser un lince para comprender la complejidad del asunto y que, si realmente se llega a establecer algún tipo de indemnización, ésta, lejos de hacer avanzar a la sociedad estadounidense hacia un escenario de mayor justicia y concordia, constituirá una nueva injusticia. Si uno, además, intenta trasponer este debate a España y a su mucho más larga historia, se dará cuenta de que este tipo de propuestas son al mismo tiempo absurdas y explosivas. La historia está llena de horrores e injusticias que no podemos borrar. Intentar indemnizar y reparar por todas las injusticias que en el mundo han sido es una locura que lejos de hacer de nuestros países lugares mejores solo los empeoraría.
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