Desde el primer momento, los medios de desinformación han vendido mal el caso Pablo Hasel. En primer lugar, no se trata de un asunto de libertad de expresión; y en segundo lugar, no es el rapero en quien hay que poner el foco.
Respecto de lo primero, conviene recordar que si Hasel va a la cárcel no es por decir que los miembros de la Familia Real “son unos parásitos” -desafortunada frase, pero que entraría dentro del derecho a opinar, y quizá más de uno podría estar de acuerdo-, sino por desear la muerte a bombazo limpio de personas con nombre y apellidos (verbi gratia: «¡Merece que explote el coche de Patxi López!»).
Por burlarse de las instituciones -con cero gracia y donaire, por otro lado- le llueven multas. Por su exhibición de mal gusto y chabacanería en raps y tuits le hacen pagar sanciones. Pero no es por eso por lo que va a cumplir condena. No confundamos los términos.
No estamos hablando de un Martin Luther King, sino de un indocumentado, que no dudaría ni cinco minutos en un trabajo sencillito
Acaba entre rejas por reirse del dolor de las 800 y pico víctimas del terrorismo etarra; por ensalzar o elogiar a unos asesinos que se llevaron por delante a 200 guardias civiles. Que no estamos hablando de un Martin Luther King ni un Mahatma Gandhi, sino de un indocumentado, que no dudaría ni cinco minutos en un trabajo sencillito; un donnadie con afán de notoriedad al que le ríen las gracias los Bardem y otros subvencionados del cine español; un chaval limitadito y violento que da rienda suelta a su frustración (y quizá a algo más) agrediendo a periodistas o amenazando de muerte a mossos de esquadra.
Respecto dónde se debe poner el foco, es evidente que no es sobre un personaje secundario, por mucho ruido que haga. Pablo Hasel no es más que un peón del tablero, porque quienes mueven las fichas no son raperos que escriben ripios, sino señores hechos y derechos que se sientan en el consejos de ministros y en la bancada azul del Congreso.
Por un lado, los podemitas, que ocupan la vicepresidencia y tienen varias carteras del Gobierno, no han dudado en usar al rapero como ariete para desencadenar una ola de vandalismo callejero en varias ciudades. De forma explícita, el portavoz parlamentario de Podemos, Pablo Echenique dijo en un tuit, negro sobre blanco: «Todo mi apoyo a los jóvenes antifascistas que están pidiendo justicia y libertad de expresión en las calles. Ayer en Barcelona, hoy en la Puerta del Sol».
Unos jóvenes antifascistas (¿?) que, entra paño y bola, aprovecharon para saquear tiendas, robar prendas, quemar mobiliario urbano, y apalear a policías. ¡Conque “todo mi apoyo”!
¿Y los socialistas? ¿se habrán desmarcado de sus socios de Gobierno?, ¿habrán exigido dimisiones?… Por sorprendente que parezca no es así. Ni Pedro ha pedido la cabeza de Pablo (Iglesias) ni éste la de Pablo (Echenique). Ni tampoco se ha apresurado a condenar los hechos. Tanto el presidente Sánchez como el ministro del Interior Marlaska dejaron transcurrir tres días, con coches ardiendo en Barcelona y policías agredidos, antes de comparecer en público. Tienen práctica: también dejaron transcurrir días hasta después del festival feminista del 8-M del año pasado, para darse por aludidos de que el coronavirus estaba matando gente.
Lo ha dejado bien claro la exdiputada Rosa Díez al denunciar ante el Parlamento Europeo la complicidad del Gobierno de Sánchez. En primer lugar por incitar » a la violencia y aplaudir la quema de ciudades, el destrozo de mobiliario urbano, de comercios….y el apaleamiento de policías»; y en segundo lugar, por «el estruendoso y cómplice silencio» de Sánchez, y su pachorra para reaccionar ante los disturbios. Añade que «es una inaceptable perversión del lenguaje calificar de libertad de expresión a delitos tipificados en el Código Penal«.
A un Sánchez sin otras ideas o otro programa que perpetuarse al máximo en la Moncloa, le interesa fomentar la crispación de la calle
¿Por qué la tibia y tardía reacción de Sánchez? No solo por la hipoteca que le impide romper con Podemos -ambos se necesitan-; sino también porque, en el fondo, a un Sánchez sin otras ideas o otro programa que perpetuarse al máximo en la Moncloa, le interesa fomentar la crispación de la calle. En eso sigue el guión de su maestro Zapatero, cuando le dijo a Gabilondo, creyendo que no había micrófonos: “Nos conviene que haya tensión”.
Dejémonos, por tanto, de fijarnos en el peón de ajedrez y centrémonos en quien planea las jugadas. El es responsable de la desgracia que azota a España desde hace tres años, agravada por la calamitosa gestión ante la pandemia.
Cuando Abascal dijo que el de Pedro Sánchez era el peor gobierno en 80 años, se abalanzaron sobre él, pero con los datos en la mano es forzoso concluir que se quedó corto. Acaba de salir el dato de que la deuda pública (la del conjunto de las administraciones públicas) alcanzó en 2020 el equivalente al 117,1% del PIB nominal, el mayor nivel desde la Guerra de Cuba. Y eso no son 80 años, sino 120.
El problema no es el rap, sino el Gobierno
Es decir que Sánchez no solo es el responsable -por negligencia – de la muerte de más de 70.000 españoles por Covid-19; la destrucción de 3 millones 250.000 puestos de trabajo y el cierre de 101.068 empresas –pymes en su mayoría-, o de que España ya haya sido superada en PIB per cápita por Chequia, un país del antiguo bloque del Este, sino que además deja para generaciones futuras la herencia envenenada de la deuda pública. Como el caballo de Atila, Sánchez no deja crecer la hierba ni para nosotros ni para nuestros hijos. Adivinen quienes van a pagar el pato, vía impuestos.
Y encima deja que un pirómano de extrema izquierda como Iglesias arrastre al país al guerracivilismo y prenda fuego a la convivencia. El problema no es el rap, sino el Gobierno.
Comentarios
Comentarios