El lunes de la pasada semana, el Rey aún no había disuelto las Cortes, pero la convocatoria electoral era ya un hecho consumado. España se encaminaba hacia las cuartas elecciones generales en cuatro años, y era fácil escuchar conversaciones de café y barra de bar sobre la incompetencia de los políticos para alcanzar un acuerdo, que dejaban traslucir la desidia de la mayoría de los españoles ante el nuevo llamamiento a las urnas.

Saltaba la noticia que pasaba a ocupar titulares y abrir informativos. La Guardia Civil, siguiendo estrictas órdenes judiciales, dentro del marco de una minuciosa operación antiterrorista, practicaba registros en distintos puntos de la provincia de Barcelona, que se saldaban con la detención de nueve miembros de los CDR (Comités de Defensa de la República).

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Incautaban, además, diversos materiales para confeccionar explosivos de Goma 2, ácido sulfúrico y gasolina, así como mezclas ya preparadas, en un compuesto conocido como “termita”. Entre la documentación requisada, aparecía el plano de un Cuartel de la Guardia Civil. Todo a punto para ser empleado en la conmemoración del golpe de Estado perpetrado el uno de octubre de 2017. Los golpistas querían soplar las velas empapadas en sangre.

Sin embargo, y a pesar de que las imágenes recorrieron España en cuestión de segundos, los movimientos y partidos independentistas negaron la mayor. El propio Quim Torra, presidente de la Generalidad, señalaba airado que lo que pretendía el Estado era “criminalizar” al independentismo, y desde Esquerra Republicana se denunciaba que la intención era “crear un falso relato”. Nadie, en el gobierno catalán, o en los partidos que lo sustentan, salió a condenar la violencia.

Esta historia, en España, ya nos suena. Es Arzalluz y sus “chicos de la gasolina”, en versión mediterránea. Es la Cataluña del siglo XXI. Es la justificación de la barbarie pasada, y de la que está por venir.

Hace justo un año, miembros de la organización Arran (la sección juvenil de los secesionistas antisistema de las CUP), asaltaban la casa del juez Llarena, y la embadurnaban de pintura amarilla, frente al silencio cómplice de la clase política independentista.

El ministro del Interior, Grande Marlaska, pedía a los medios de comunicación evitar el “alarmismo”, y desde el gobierno catalán se tildaban los hechos de “actos aislados”. Reinaba el silencio; se palpaba la complicidad.

A Sánchez y al PSOE el órdago catalán se les hace grande, no porque no tengan las herramientas para afrontarlo, sino porque nunca han creído que sea necesario darle una solución.

Entonces, como hasta la semana pasada, Pedro Sánchez se llenaba la boca con la palabra diálogo. “Hablar, hablar, hablar”, proclamaba cuando el gobierno de Rajoy se planteaba timorato la aplicación del 155, que el PSOE apoyó avergonzado y con pulso tembloroso. Aplicar la Ley, para el PSOE de Sánchez, era «judicializar la política”, como si la política pudiese estar por encima de la norma.

Y mientras él hablaba, miles de catalanes, como antaño (y me malicio que aún hoy) miles de vascos, eran silenciados por sus propios vecinos. El terror, que antes de segar vidas, busca amedrentar al disidente, ya se estaba preparando para subir de escalón. Y ya lo ha hecho.

En la última campaña electoral, durante la pasada primavera, el PSOE llevaba como bandera el federalismo asimétrico, que no pretendía otra cosa que ahondar en las diferencias entre españoles, para seguir contentando a los separatistas que le dieron las llaves del Gobierno en la moción de censura que expulsó a Rajoy de la Moncloa.

¿Qué hacemos ahora, señor Sánchez? Con los que usted quería hablar, están cambiando el lenguaje por las bombas; a los que quería apaciguar con más privilegios, vuelven a amenazar con la ruptura unilateral; los que cometían “actos aislados” sobre los que no convenía alarmar, están diseñando actuaciones programadas y contundentes. Y parece que eso, a los españoles, no acaba de gustarle.

Por eso ahora, Sánchez hace lo que mejor sabe, y cambia de careta. Ahora se dirige a Torra diciendo que lo primero es respetar la Ley, y que después se dialogará. Miente. Ahora rescata el 155 y asegura que lo aplicará si fuese necesario. Vuelve a mentir. “Ahora”, dicen en su lema de campaña, “España”. Impostura. Artificio. Teatro.

A Sánchez y al PSOE el órdago catalán se les hace grande, no porque no tengan las herramientas para afrontarlo, sino porque nunca han creído que sea necesario darle una solución. Y porque, si necesitan el apoyo de los independentistas para formar gobierno, volverán a tenderles la mano.

Es comprensible que para quienes no andan informados de los entresijos cotidianos de la política, la nueva convocatoria electoral suponga un incordio, y la respuesta sea la abstención. Pero en ese callar, otorgarán; Sánchez comprobará que su mentira y su traición son impunes. Y miles de compatriotas nuestros que habitan en Cataluña, volverán a sentirse abandonados y silenciados. Por una desidia de café y barra de bar.

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